Patria y patriarcado, soberanía y soberano. Algo más que la etimología y la historia vincula entre sí estos términos: pertenecen a un mismo universo de conceptos. Conceptos que en todos los procesos de desarrollo y consolidación del capitalismo han formado parte del discurso hegemónico que lo naturaliza. Conceptos que en Latinoamérica sostienen mitos fundacionales de independencia (de una colonialidad que solo cambió de nombre) que validan a las élites dirigentes nacionales. Conceptos que inspiran himnos, estatuas, monumentos, plazas, tácticas implementadas en el espacio público y en todos los ámbitos generadores de consenso, operaciones nada inocentes que aseguran la supremacía de los valores patrióticos y patriarcales del capitalismo.
Valores que nadie puede cuestionar sin caer, como castigo, en la categoría infame de los traidores y blasfemos, pues el patriotismo es una máquina de disparar violencia simbólica contra el disidente. La profunda desigualdad que enfrenta a los habitantes del territorio del Estado soberano, asiento de la Nación, queda amortiguada, oculta bajo una supuesta unidad de historia –un pasado que se presenta como único e idéntico para todos los que comparten una misma nacionalidad, lleno de fabulosos enemigos y glorias supuestamente compartidos–; por ende, de destino –el «destino de nuestra nación»–; y, por ende, de intereses. Engaño cuya eficacia se confirma cada vez que se dice amenazada la «soberanía» de la Patria.
Por ejemplo, en estos días en Paraguay la firma de un acuerdo sobre Itaipú que amenazaría la soberanía energética reveló la uniformidad de todas las voces, las de la prensa «oficial» y la «alternativa», las de los varios sectores de oposición, las de la derecha y la izquierda, unidas en una «causa nacional». Pese a sus diferencias –las hay más amplias y justas en sus aspiraciones sociales, las hay menos–, comparten más de lo que pensaba: no solo la misma reacción, no solo el espíritu y el tono de una misma indignación, no solo el léxico y los valores –puntos en común que distan de ser irrelevantes–, sino lo que estos delatan sobre sus conceptos y proyectos políticos.
Y noté una ausencia importante, la del pensamiento radical, capaz de mantener claros los cuestionamientos fundamentales, de seguir rebelándose contra categorías como la nación, el Estado, la democracia, la patria e incluso la soberanía, que siempre es la de unos pocos, y resistirse a la distorsión ideológica que estos discursos unánimes han revelado, finalmente, hegemónica.
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El análisis de clase es el gran ausente cuando se debaten programas económicos, estrategias políticas, acuerdos gubernamentales. ¿Por qué esa ausencia es importante? ¿Por un asunto de buen uso de conceptos, de precisión, al cabo, teórica o filosófica? No: se trata del telos, la razón de ser, el sentido último de un pensamiento que luche por ser radicalmente crítico y, en esa medida, radicalmente transformador. Las cuestiones teóricas no son solo teóricas: si el pensamiento no es radical, no tendrá capacidad de transformación radical; si se pierde de vista lo que el discurso nacionalista quiere que se pierda de vista, el propósito de su crítica, que es un propósito político, desaparece. (Y en su lugar aparece, por ejemplo, una «izquierda» que anhela gobiernos «soberanos» y «patriotas» y adopta las formas y términos del nacionalismo burgués sin cuestionarlos, porque sin radicalidad crítica no hay capacidad de transformación radical.)
La nación como espejismo –es decir, no como estructura político-económica que representa los intereses de la clase dominante, sino como comunidad étnico-cultural, como homogénea entidad colectiva con ídolos venerados en una religión estatal– forma parte de un discurso ideológico que responde a intereses políticos desde su nacimiento, porque el nacionalismo no solo es insolidario: también es útil.
Útil para favorecer la concentración de poder conforme al modelo del Estado-nación, útil para que las burguesías nacionales se beneficien de alianzas interestatales, útil para olvidar las inequidades que tantos soportan de parte de su propia nación en aras de las «causas nacionales», útil para crear chivos expiatorios monstruosos y extranjeros contra los cuales unir como compatriotas a los explotados y sus verdugos en nombre de la Patria y de sus Patriarcas y del culto a ese Glorioso Pasado Histórico con el que la ideología oficial nos impide entender el presente y nos arrebata el futuro, útil para imponer la mentira de una supuesta comunidad de intereses entre opresores y oprimidos, útil para impedir que los muchos, que nacen ya exiliados en sus países –que siempre pertenecen a los pocos–, se reconozcan prójimos por encima de nacionalidades y de banderas y se descubran como una sola fuerza capaz de cambiar el mundo.
El gran enemigo de ese milagro es el nacionalismo. Su triunfo dentro de la «izquierda» es el triunfo de los asesinos de Rosa Luxemburgo. Fue su voz la ausente en los debates de Paraguay en estos días. Pero ella dijo todo esto: «En una sociedad de clases», escribió en El derecho de las naciones a la autodeterminación, «“la nación” como entidad sociopolítica homogénea no existe. Lo que sí existe en cada nación son clases con intereses y “derechos” antagónicos».
Si la nación y sus conceptos y símbolos asociados –héroes, glorias bélicas, soberanías, identidad nacional, etcétera– integran un discurso ideológico que forma parte de estructuras de control y poder, es decir, si no existe lo que se nos presenta como la «nación», tampoco existen «causas nacionales». Piénsalo. ¿A quiénes ha hecho ricos Itaipú? ¿A quiénes enriquece esa «soberanía energética» que defiendes? ¿No son parte de «tu nación»? ¿No mata brasileños todos los días el gobierno de Brasil? El año pasado asesinó a Marielle Franco. ¿Por qué no la tomas a ella, por ejemplo, como bandera de tu causa? ¿Porque tu causa no es la de los trabajadores ni la de los oprimidos sino que es una «causa nacional»? ¡Bingo! En primer lugar, por eso. Y por eso no es una buena causa. ¿Por qué más? ¿Porque no pontificaba como tu Doctor, porque no tenía barba como tu Mariscal? Bueno, cuando lo primero son la patria y la soberanía quizá es inevitable venerar a patriarcas y soberanos. ¿Por qué más? ¿Por brazuca, por negra, por torta? ¿Porque era «una extranjera»? ¿Porque no era una «compatriota», como sí lo son aquellos paraguayos que gracias a Itaipú viven en barrios cerrados que no conocerás nunca?
No existen «causas nacionales». Los antagonismos entre naciones no se pueden entender como si fueran un asunto separado de los antagonismos existentes dentro de cada nación, y de hecho nada son frente al cotidiano choque con las inequidades que en cada «nación» revelan la verdadera naturaleza de los términos que pretenden embellecerla. El discurso nacionalista –incluido el de «izquierda» (con comillas: no existe, ni ha existido nunca, un nacionalismo de izquierda)– cumple en el orden capitalista la sucia tarea de asegurar que la mayoría trabajadora acepte, junto con esas inequidades y esos antagonismos, una posición subordinada dentro de su forma de organización política –el Estado-nación– en nombre de una supuesta comunidad de intereses. No existe tal comunidad de intereses. Tu compatriota es el extranjero al que explotan igual que a ti.
