Tres encuentros (En memoria de Jacobo Rauskin)

Despedimos con tristeza al renombrado poeta paraguayo Jacobo Rauskin, que nos dejó el pasado lunes 6 de mayo de 2024 a los 82 años de edad.

Tres encuentros con Jacobo Rauskin
Tres encuentros con Jacobo Rauskin

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El primero fue yendo en colectivo por la avenida España. Yo estaba mirando por la ventanilla cuando lo escuché: «Es curioso el afán que posee a todos en esta época del año, ¿no?». Se había sentado a mi lado en algún punto del trayecto. «¿Cuál?» «¡El de barrer las hojas de las veredas!». «Jamás lo entendí», le dije. «Con toda esa riqueza de matices, del cobre al oro», observó. «Hay unas enormes que son rojo fuego». «Esas son las del árbol sombrilla, también llamado almendro de los trópicos». «Me gusta hasta el vicio que crujan al pisarlas». «Y ese olor a hoja seca; el olor del otoño». «Color, olor, sonido, ¿qué más se puede pedir? Y encima es gratis». «Por eso es que las barren», aseguró él, con rabia. Lo miré a los ojos. Entonces me di cuenta de que me había despistado: «Eh, pasamos mi parada», exclamé, saltando del asiento. «Pero no barras las hojas», sonrió lejano, indiferente, amable, un tanto frívolo. Me bajé en la esquina.

El segundo fue en la calle Herrera del centro de Asunción. Lo vi venir desde la esquina, así que esta vez, cuando se paró frente a mí a mitad de la cuadra, equidistantes de Iturbe y Yegros, no me tomó por sorpresa. «En minutos será imposible hablar aquí», dijo. «La polución sonora es el gran mal de los últimos dos siglos. No se le da importancia porque el ser humano se adapta a todo». «Es nuestra ventaja y nuestra maldición». «La paradoja antropológica». «¿Caminamos?». Hizo un gesto antiguo, retrocediendo para tenderme la mano con leve inclinación, como si estuviera invitándome a bailar un minué en plena calle. Los transeúntes tuvieron que rodearnos para pasar, plagueándose. «A fin de cuentas, los dos somos grandes caminantes». «¿Cómo lo sabes?», me asombré. «Ahora no puedo –señalé la puerta–: tengo que entrar». Nos reímos. No sé por qué, la idea de entrar por esa puerta resultaba inexplicablemente cómica en aquel momento. «La oficina, la oficina…», repitió, volviéndose a mirarme un par de veces, jocosamente solemne, mientras se alejaba en dirección a Iturbe.

La tercera vez lo encontré en el largo pasillo que lleva de la redacción del diario a mi guarida, de pie junto a uno de los grandes ventanales, utilizando el alféizar para escribir algo. En realidad, para dibujar algo, líneas diagonales –llovizna– en la primera página de un libro, que me entregó cuando estuvimos en mi oficina. Fue mi único encuentro largo con Rauskin. No recuerdo de qué hablamos exactamente. Solo de algunas cosas. La guerra moderna salpicó el arte. La estética del horror. Proporción, desproporción, algoritmos. Matemáticas, Grecia, Pitágoras. Lo siniestro antes y después de Freud. Para mi sorpresa, contra lo que decían de él, no me interrumpió ni se dedicó a hablar de sí mismo. Era un gran conversador, y disfruté aquella animada charla. Lo acompañé a la puerta –salió, discreto, por Herrera, evitando cruzar la redacción– y esta vez no se alejó hacia Iturbe sino en dirección contraria, hacia Sajonia.

Si no haber devuelto esa visita ni retribuido aquel obsequio fue grosero, mencionarlo ahora es de pésimo gusto. Pero esta es la faceta que puedo sumar al poliedro póstumo que empezará a tomar forma desde hoy. Mis buenos recuerdos son esos tres episodios de una breve camaradería alejada de todo escenario, de todo público e incluso de todo interés literario, sin finalidad ni utilidad, sin porqué, porque sí. Sé que es poco, pero quizá sirva de contrapunto, complemento o condimento a otros recuerdos, mucho más importantes que los míos, de otras personas, mucho más prestigiosas y célebres que yo.

Esos encuentros se dieron a lo largo de diez o quince años. En ninguno de ellos me dijo «Hola», ni nada parecido. Me abordó como si prosiguiera una conversación interrumpida unos minutos antes. Me percato ahora de que, en los tres, además de los saludos, omitimos las despedidas.

Fue amigo de mi padre, que tampoco está ya entre nosotros, y como tal lo consideré siempre, con las inevitables resistencias que eso implica debido a mi distancia no solo de toda autoridad sino incluso de todo símbolo (aun si vicario u osmótico) de autoridad. No la diferencia de edad (que nunca me ha importado), sino mi carácter y nuestras posiciones enfrentadas –a mi juicio– en el oscuro tablero de las relaciones sociales y sus juegos de poder me apartaron siempre de Rauskin, con la grata, espontánea excepción de aquellos tres encuentros que hoy quise recordar.

Asunción queda viuda de un amante de sus hojas otoñales, de sus cafés olvidados, de sus barrios viejos, de sus tiempos idos, que veía el presente con los tintes crepusculares del pasado, no por júbilo revolucionario y destructor, sino por lo contrario, por vocación nostálgica, para adornarlo con el brillo del ocaso (y por obvia certeza metafísica de la fugacidad de la existencia, etcétera, seguramente). No había nada trágico ni desgarrado en ello; parecía a gusto en el pasado, poseído por el pasado, hecho de pasado, sin conflictos siquiera con la muerte –no, al menos, conflictos altisonantes–. Por decadente y sucia que Asunción se volviera, él la seguía amando como en sus lozanos días de doncella. Y esas miradas sostienen en secreto a las ciudades, aunque nadie las advierta.

…hogares mínimos, pensiones baratísimas,

sótanos novelables, inolvidables áticos,

Lugares con un poco de historia.

Casas que dicen sí, fue aquí,

de aquí los arrancaron en la noche.

Hace tiempo, que es como hace en estos casos.

Y cada año hace un año más.

Lo demás es conocido o fácil de conocer. Jacobo Aaron Rauskin Tabakman nació en Villarrica el 13 de diciembre de 1941, fue profesor en la Universidad Católica y director de la Biblioteca de la Manzana de la Rivera y publicó, entre muchos otros libros, Oda (1964), Linceo (1965), Casa perdida (1971), La noche del viaje (1988), La canción andariega (1991), Alegría de un hombre que vuelve (1992), Fogata y dormidero de caminantes (1994), Pitogüé (1999), Los años en el viento (2008), La rosa encendida (2014), Elogio de la lluvia leve (2016), El aparente fin de todas las cosas (2017) y Señales en el sur (2018). Falleció en Asunción el 6 de mayo de 2024. Omito premios y pertenencias a sociedades y academias; cuando volvamos a toparnos, fantasmas ya los dos de la ciudad, en alguna esquina de estas largas calles, le explicaré por qué; no creo que nadie más lo pueda entender.

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