La Línea Barroca (I)

El término «barroco» es, en sí mismo, barroco. Significa cosas opuestas, disímiles. Señala montajes entre conceptos distintos, suena ostentoso y exagerado. Se vuelve, gira sobre sí (o contra sí) y desmiente categorizaciones históricas claras. De hecho, tal término recién es empleado en el siglo XIX para nombrar fenómenos estéticos e ideológicos complejos que ocurren durante parte del siglo XVII y del siguiente. Nace marcado, pues, por el anacronismo, un giro hacia atrás en el tiempo. El término «giro» es también veleidoso: designa hechos y situaciones diversas, como la rotación de un cuerpo en torno a un eje, el cambio brusco de dirección en un movimiento cualquiera, la antojadiza orientación diferente que toma una conversación y la estructura especial de una frase literaria.

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El título de esta muestra, «El giro barroco», se basa en las distintas acepciones del concepto «giro» vinculado con el «barroco» para considerar un momento específico de la historia del arte en el Paraguay: el marcado por la llegada del hermano José Brasanelli a las reducciones misioneras en 1691, cuando él pretende aportar un programa claro que ayude a definir y consolidar la práctica de los talleres jesuíticos.

Este texto curatorial se titula, a su vez, «La línea barroca» para sugerir, en clave metafórica, las diversas reinterpretaciones locales que sufre la imagen europea. El arte misionero guaraní tiende a aplanar y enderezar las volumétricas curvas barrocas a través de figuras rectilíneas que privilegian la limpieza del trazo por sobre la convulsa representación de los modelos.

LOS OFICIOS DEL BARROCO

El propio barroco –nos ceñimos a lo que tradicionalmente se conoce así en la historia del arte– había significado un giro en la estrategia evangelizadora de la Iglesia Católica, que traducía un cambio brusco en la cartografía político-religiosa europea: la reacción contra la división provocada por la Reforma, iniciada por Lutero, y la consecuente creación de un movimiento conocido como Contrarreforma, que, aun sin confundirlos, articulaba los designios eclesiásticos, estatales y seglares. Obviamente, el surgimiento del barroco obedece a complejos condicionamientos históricos que no pueden ser reducidos a la instancia de puros intereses eclesiales o estatales; pero en este texto se enfatiza este momento con vistas a una mejor exposición del tema de la muestra.

Así, en el ámbito de la estética, la Iglesia empleó con fines catequísticos la dinámica complejidad, las turbulencias formales y el impacto sensorial del barroco, efectos visuales que suplantaban la vocación serena del Renacimiento: básicamente, su talante lineal, la luz limpia y la composición simétrica de sus obras, así como el predominio de la perspectiva central. La economía visual del barroco se basa en una danza de giros y contragiros imprevistos; de curvas y volutas que avanzan y regresan, de rizos que se desenroscan y desandan caprichosamente sus rumbos: de formas que arriesgan la estabilidad de sus posiciones y la proporción de sus partes. Es un realismo que compromete su propia lógica; una figuración, que, empujada por sus excesos, sobrepasa el canon de la representación figurativa.

La elocuencia barroca se prestaba mucho mejor que la moderación renacentista para transmitir contenidos ideológicos e imágenes litúrgicas de la Iglesia católica. El Concilio de Trento se erige como bastión ante la herejía de la Reforma y esgrime el poder de la imagen como argumento persuasivo y expediente misional. «La imagen santa sirve como instrumento a la religión acaso en mayor grado aun que la palabra. Por medio del pintor habla Dios en las imágenes» (Trattato della Pittura e Scultura, uso ed abuso loro, citado por W. Weiscbah en El Barroco. Arte de la Contrarreforma, Madrid, Espasa-Calpe, 1948).

La historia cruza los hilos según razones desconocidas que solo pueden ser supuestas mucho después de tejida la trama. Los tiempos de la Contrarreforma coinciden con los del descubrimiento de América, de modo que el artificioso barroco irrumpe con naturalidad en una doble escena, en un doble mundo: el Viejo, que lo elabora sobre la plataforma de su larga tradición artística y el Nuevo, que recibe el mensaje cristiano de las imágenes y las obliga a reacomodarse a sus propios códigos (alterando, obviamente, el contenido de lo anunciado).

DESENCUENTROS

Uno de los desafíos más productivos del arte se impulsa en los conflictos interculturales y se desarrolla a partir de las distintas posiciones que ocupan las culturas dependientes ante las imágenes propuestas o impuestas por las centrales. Desde los primeros tiempos coloniales hasta hoy, el arte del Nuevo Mundo se define en gran medida desde las disputas y alianzas que mantiene con las metrópolis en torno al sentido de la imagen. La conquista y la colonización europeas de los territorios americanos buscaron suplantar las culturas indígenas por las cristianas. Pero este tipo de sustitución nunca puede ser consumado. Aun los más eficientes dispositivos de dominación cultural no pueden desplazar totalmente las creencias y las formas del terreno colonizado y terminan asumiendo que resta un espacio irreductible: una base propia sobre la cual se sostienen o resbalan las formas extranjeras y se afirman con obstinación las propias.

Es que los ámbitos de la cultura son no solo resbaladizos, sino equívocos: movilizan figuras inciertas, juegan con espejos y sombras, cambian el nombre y el aspecto de las cosas. Movilizan figuras díscolas que no pueden ser totalmente controladas, pues dependen en gran parte de las sinrazones de la imaginación y los antojos del deseo. En aquel espacio irreductible crece la diferencia cultural: en esa franja vacante, los indígenas, primero, y los mestizos y criollos, luego, lograron, en muchos casos, recrear las formas dominantes, vincularlas, aun brevemente, con verdades y experiencias propias y producir obras nuevas, zafadas del destino de constituir meras copias de los prototipos europeos.

EL DEBE Y EL HABER DEL BARROCO

El intento de implantar la imagen europea en el Paraguay tuvo sentidos y alcances distintos. En primer lugar, cabe complejizar los procesos transculturativos para evitar la simplificación de entender el barroco como puro producto de una estrategia calculada y exacta. En los hechos, las imágenes misioneras llegaban a tan remotos suelos como podían y según los modelos disponibles en situaciones de apremio. Tanto como ejemplares barrocos llegaban muestras manieristas, renacentistas, góticas y, tal vez, figuras pertenecientes a estilos híbridos, ilustraciones de segunda, sin cepa conocida. Lo importante era que el modelo prendiese y lograse iluminar y convertir, llevar la verdad a quienes, al tenerla diferente, parecían no tenerla. Pero sin duda, el paradigma era barroco. Esa elección presentaba ventajas e inconvenientes.

Por un lado, puede considerarse beneficiosa la flexibilidad de las formas barrocas, adaptables a las particularidades locales y dispuestas a la clara narración de los contenidos. Estas notas suyas hacían que el barroco se prestase mejor a las tareas evangelizadoras que las formas renacentistas y manieristas, demasiado comedidas y formalistas, un tanto frígidas: poco aptas, en fin, para un programa comunicador. La capacidad proteica del barroco, por el contrario, facilitaba la integración de configuraciones formales muy diferentes. Las partes talladas por el indígena y las esculpidas por el maestro, los tonos y las técnicas diferentes, los mundos disímiles que empujaban la gubia en un sentido u otro (que la demoraban en un ángulo o desviaban mínimamente su curso), todos estos elementos podían ser ensamblados, casi sin dificultad, en una obra que, más que coherente en su forma, buscaba ser convincente en su mensaje. El montaje constituye uno de los caracteres principales del barroco: el impulso dialéctico que lo lleva a acoplar distintas imágenes, o fragmentos de imágenes; que lo mueve a descomponer y recomponer momentos de historias distintas en una nueva imagen.

Por otro lado, el antagonismo de las sensibilidades en juego puede ser señalado como problemático. El mundo visual indígena manejaba principios radicalmente opuestos a los europeos. La estética guaraní aspiraba a la armonía, la síntesis y la esquemática sobriedad de las líneas, valores que, forzando los términos, podrían ser definidos como clásicos. Por eso, el ideal del arte guaraní resultaba incompatible con los arrebatados desequilibrios barrocos, que llevaban a exagerar contrastes y ondulaciones y a desconocer las quietas medidas del orden académico.

El desafío tradicional de la transculturación (sintetizar los opuestos dominante/dominado) resultaba difícil, pues los términos se encontraban trabados en la extrema diferencia que los enfrentaba. No resulta por eso conveniente concebir el arte de las misiones jesuíticas como el fruto de una resolución dialéctica, el resultado de una conciliación capaz de subsumir los momentos opuestos.

Los diferentes casos de acuerdo y discrepancia; las victorias, capitulaciones o empates se dieron de manera contingente. En algunos casos, el conflicto pudo ser resuelto con la creación de formas nuevas que tanto debían al formalismo guaraní como al expresionismo barroco; en otros, se impuso el uno sobre el otro. En algunas ocasiones, la contradicción no logró cuajar en un hecho nuevo y produjo un saldo vacilante: una obra desorientada, a medio camino entre el modelo y su copia.

«El término ‘barroco’ es, en sí mismo, barroco. Significa cosas opuestas, disímiles. Señala montajes entre conceptos distintos, suena ostentoso y exagerado. Se vuelve, gira sobre sí (o contra sí) y desmiente categorizaciones históricas claras».

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