Una reflexión a propósito del proyecto de ley antichicanas

Hay que reconocerle al Dr. Martínez Simón, flamante ministro de la Corte Suprema de Justicia, el mérito de haber instalado, al menos en ese nivel, un debate en torno a la morosidad judicial, aunque el tema forma parte del discurso de prácticamente todos los postulantes a un curul en el alto Tribunal. De allí a que con su proyecto de ley se alcance tal objetivo, me parece que estamos bastante lejos.

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Lo primero que se me ocurre, tras leer su articulado, es que el anteproyecto, si bien recoge un propósito loable, parece haber sido redactado de manera apresurada. Hasta me atrevería a decir que no se ha estudiado bien su correspondencia con las garantías constitucionales establecidas en el texto de 1992. Porque convengamos, y esto ya lo enseñaba Couture, los códigos procesales y sus leyes complementarias no son otra cosa que el texto que reglamenta la garantía de justicia contenida en la Constitución.

Y aquí cabría decir, a modo de crítica, que el pensamiento político de las constituciones no siempre ha sido fielmente interpretado por el texto de sus leyes.

Les invito entonces a ir a lo que dice nuestro texto constitucional en su artículo 16 que consagra la garantía de la defensa en juicio y que reza: La defensa en juicio de las personas y de sus derechos es inviolable. Toda persona tiene derecho a ser juzgada por tribunales y jueces competentes, independientes e imparciales.

Este principio constitucional es el que ha inspirado las herramientas de que disponen los abogados para llevar adelante una buena defensa de los derechos y las personas, cuyos bienes defienden. Entre esas herramientas, es cierto, está la recusación de jueces y fiscales. Pero de allí a reglamentar, como lo hace Martínez Simón, su uso por parte de aquellos de una manera distinta a como está legislada parece cuándo menos una visión sesgada de nuestra realidad jurídica y de nuestra práctica forense. En este punto, es de lamentar que el proyectista no haya acompañado una exposición de motivos a su anteproyecto porque así, tal vez, hubiéramos podido conocer qué se propone y cómo pretende lograr su objetivo apuntando su artillería contra un solo flanco del problema de la morosidad: el que concierne a los abogados. ¿Y de los jueces qué? diría el maestro Couture. ¿Acaso los jueces cumplen los plazos procesales? ¿Son objeto de sanciones por su morosidad? ¿No disponen ellos también de herramientas para enderezar los abusos y chicanas si queremos darle carta de ciudadanía al concepto?

Yo creo que esto es mirar de una manera muy simple el problema, haciendo caer su origen en que son los abogados los que demoran la solución de los litigios. Y esto es tan falso como que todos los jueces son haraganes y no sacan las resoluciones y sentencias en plazo. Me parece que el de la morosidad es un problema estructural que viene desde los remotos tiempos de la Colonia ya que muchas legislaciones siguen aún las enseñanzas de las antiguas leyes españolas que recogieron principios del derecho romano y canónico hasta desembocar en la famosa Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855, que aun es derecho vigente en algunos países, con ligeras adaptaciones a su realidad.

Casi todos los países americanos están aún en proceso de darse fórmulas procesales suficientemente precisas, como para que pueda afirmarse que constituyen el fiel reflejo de sus constituciones. Lo que pasa con este tipo de proyectos es que, de un plumazo se pretende cambiar el régimen del proceso, en este caso aunque sea con uno de los institutos, que consagra la ley procesal, el de la recusación. Tal parece que hasta quisiera instaurarse una suerte de gatopardismo: “cambiar todo para que nada cambie”, pues la solución propuesta pasa por multar a los abogados, y no a agilizar el procedimiento.

Aquí, me parece, lo que hace falta es enfocar la mira no en afectar los derechos procesales consagrados por nuestro texto constitucional, que son un sinónimo de garantía en las relaciones entre el individuo y el Poder, sino más bien a fortalecer los principios de independencia, de autoridad y de responsabilidad de los jueces y la ley reglamentaria de la función jurisdiccional misma.

Vale recordar que el proceso, que es en sí mismo solo un medio de realización de la justicia, viene a constituirse en un derecho de rango similar a la justicia misma.

Y cuando hablamos de problema estructural en la morosidad no queremos circunscribirnos solo a un proyecto como el de Martínez Simón que pretende enjuiciar, como responsables, solo a uno de los sectores del problema, el de los abogados que dilatan los procesos, absolviendo al otro, que es el que tiene la responsabilidad de corregir y sancionar, que son los jueces. Y, lo que es más grave, tanto unos como otros solo perjudican a terceros, que son quienes acuden a los estrados en busca de la solución de sus conflictos.

Creo que el proyecto no aporta mucho a la solución del problema. Antes bien, todo lo que se pretende innovar ya existe en la ley procesal. De lo que se trata es de tener la voluntad política de aplicarlo. No creo que el Dr. Martínez Simón ignore que, en muchos casos, son los que tienen el poder de juzgar los que promueven las recusaciones para no enfrentar los grandes casos mediáticos y la presión que sobre ellos se ejerce desde diversos sectores propios y ajenos al quehacer judicial.

Que no se pueda recusar en ciertas y determinadas situaciones específicas como en el curso de una audiencia pública porque al abogado no le gusta una resolución del tribunal me parece hasta lógico y necesario. Pero generalizar, y establecer limitaciones a las que ya están consagradas en la Ley procesal es comprometer claras garantías constitucionales de los justiciables. Y no hay que olvidar que la distinta naturaleza de los procesos, penal, civil, laboral, contencio-administrativo, obliga a ser doblemente prudentes.

Aunque Moral y Derecho corren por caminos distintos, no hay que olvidar el viejo principio, tan viejo como olvidado, de la moralidad del proceso y que de alguna manera se refleja en la llamada buena fe (bona fides) sobre el cual el artículo 112 del CPP ya marca un camino en cuánto al comportamiento de las partes, lo mismo que el artículo 23 del CPC, que el mismo proyectista se encarga de citar como fuente de los antecedentes normativos de su proyecto.

En síntesis, el problema que se pretende solucionar con este anteproyecto parece fácil de plasmar en el papel, pero muy difícil de convertir en realidad, al menos por la vía propuesta.

(*) Egresado de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tucumán, Argentina. Matrícula de Abogado Nº 9.763 ante la CSJ del Paraguay.

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