Esta falta de entusiasmo puede dar lugar a múltiples lecturas: los candidatos “no prenden” y no logran concitar la atención de los potenciales electores; el resultado ya está “cantado” de antemano, y la gente solamente espera el día de la votación; no existen propuestas creíbles sino una repetición de una cantinela a la que nadie da crédito; el convencimiento ciudadano de que las motivaciones de quienes pretenden ocupar los espacios de poder no son para trabajar por el interés común, sino para mantener sus privilegios, los propios y los de los grupos a los que representan.
En el oficialismo, la puja no parece ser ideológica, ni programática. Es una pulseada por quién manejará la chequera de los recursos, la repartija de cargos en los entes, y la posibilidad de disponer de los miles de millones provenientes de la entidad binacional Yacyretá para supuestos “programas de desarrollo” campesino que nadie ve traducido en resultados.
Podemos seguir con una amplia lista de motivaciones de esa apatía popular, pero hay una que subyace como una creencia, no manifiesta pero latente, sobre la futilidad de las figuras que están en juego. Las gobernaciones y las juntas departamentales son una costosa superestructura administrativa que le cuesta al pueblo mucho dinero. Combustibles gratis, dietas, sueldos, infraestructura. Pero este es un tema que amerita un análisis más profundo, y sobre todo, revisiones a nivel de la Constitución de la República.
Una de las consecuencias de la apatía ciudadana es que unos pocos deciden por el resto. En unas internas eso se suele traducir en que quienes más recursos tienen para “invertir” en operadores son los que posiblemente lleven las de ganar. Recordemos la popular frase: “Quien paga para llegar, llega para robar”.
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Los partidos políticos fallaron en su cometido de ser instrumentos de formación cívica de la ciudadanía y se convirtieron en herramienta al servicio de grupos de poder económico, últimamente inficionada con dinero del narcotráfico.
Ante esta realidad, la respuesta de la ciudadanía se debe hacer sentir, votando a favor del que cree mejor, o en todo caso, en contra del que cree peor. En democracia, la opción menos recomendable es mantenernos ajenos a la realidad que nos circunda.