Las cárceles están a merced del crimen organizado

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El ministro de Justicia, Daniel Benítez, sostuvo en febrero último lo que ya se sabía desde hace mucho, es decir, que “el sistema penitenciario es totalmente inútil y no da para más”. Por si aún hacía falta, acaba de confirmarlo la organización criminal Primer Comando da Capital (PCC): en un solo día, mandó asesinar a tres de sus miembros recluidos, cada uno de ellos, en diferentes prisiones. Para demostrar a los jefes que la orden fue cumplida, las ejecuciones simultáneas fueron transmitidas en vivo por videollamadas. Nuestras más altas autoridades afirman con frecuencia que el crimen organizado permea las instituciones del Estado. Sin duda alguna, entre ellas figuran las cárceles.

El ministro de Justicia, Daniel Benítez, sostuvo en febrero último lo que ya se sabía desde hace mucho, es decir, que “el sistema penitenciario es totalmente inútil y no da para más”. Por si aún hacía falta, acaba de confirmarlo la organización criminal Primer Comando da Capital (PCC): en un solo día, mandó asesinar a tres de sus miembros recluidos, cada uno de ellos, en las prisiones de Concepción, San Juan Bautista (Misiones) y Cambyretã. Para demostrar a los jefes que la orden fue cumplida, las ejecuciones simultáneas fueron transmitidas en vivo por videollamadas.

El macabro operativo sincronizado supuso una planificación detallada, de la que evidentemente fueron informados los asesinos, sin que el personal carcelario interviniera, por negligencia o complicidad. La comunicación de las órdenes pudo efectuarse personalmente o a través de teléfonos móviles; lo más probable es que esta última vía haya sido la empleada, dado que los reclusos de todo el país tienen acceso a ella. De hecho, los facinerosos del PCC, del Comando Vermelho y del clan Rotela están en libre comunicación con el mundo exterior mediante el celular que no solo sirve para chantajear: en abril del año pasado, el comandante de la Policía Nacional, comisario general Gilberto Fleitas, llegó a quejarse –inútilmente– porque desde el penal de Tacumbú se encargaban asesinatos por ese medio tan fácil de ocultar, sobre todo cuando la corrupción impera y hace que las rutinarias requisas “no descubran” precisamente esos aparatos.

El grave problema no es nuevo, pero persiste porque el aparato estatal es inepto, indolente y corrupto, más allá de los Gobiernos que vienen y van. No es que falten normas para impedir que se cometan atrocidades como las referidas, recurriendo al empleo de ese artilugio tecnológico, sino que se las ignora con toda impunidad. El Código de Ejecución Penal –vigente desde 2014– prohíbe a los internos disponer de teléfonos móviles; su posesión implica una infracción muy grave, castigada con el aislamiento en celda individual hasta treinta días, la revocación de permisos y salidas transitorias o el traslado a otra penitenciaría. Resulta evidente que esta disposición es letra muerta, en gran medida, lo que no debe sorprender tratándose de un sistema carcelario en que la corrupción está a la orden del día.

En 2014, un Poder Ejecutivo “celoso” de sus atribuciones vetó un proyecto de ley que disponía la localización, el bloqueo y el control de las comunicaciones ilegales en los centros penales, porque se habría tratado de una cuestión puramente administrativa, ya regulada en el Código antes citado. El entonces Gobierno de Horacio Cartes actuó así como el perro del hortelano, que no come ni deja comer: anunció la compra de “aparatos inhibidores”, que nunca fueron utilizados, porque presuntamente afectarían al vecindario de las cárceles. Pasaron los años sin que se promulgara una ley ni se aplicara el Código de Ejecución Penal, hasta que en febrero de 2019, el Ministerio de Justicia, el de Tecnologías de la Información y Comunicación (Mitic) y la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel) acordaron hallar “muy pronto”, con la ayuda de las operadoras de telefonía móvil, “soluciones técnicas” para bloquear las llamadas telefónicas desde los lugares de reclusión, sin perjudicar a los vecinos.

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Hasta ahora estarían buscando esas escurridizas soluciones. Un año después de la creación de esa “mesa interinstitucional”, la ministra de Justicia Cecilia Pérez se excusó con que “esos aparatos (de bloqueo) son bastante caros” y no había dinero para comprarlos. Por lo visto, sigue faltando. Si es así, habrá que obtenerlo robando y derrochando menos los recursos estatales, pues resulta intolerable que también desde las cárceles se dispongan asesinatos, como los cuatro simultáneos que habrían sido ordenados en octubre de 2021 por el presunto narcotraficante Faustino Aguayo. ¿Cuánto tiempo más habrá que esperar para impedir que el crimen organizado siga actuando desde las prisiones? Lo seguirá haciendo mientras los presidios no sean saneados a fondo; entretanto, habrá que bloquear al menos la comunicación entre los criminales de uno y otro lado de sus muros.

Es evidente que la mafia tiene también sus ojos y oídos en el sistema penitenciario, de modo que no será fácil neutralizarla para proteger a la sociedad y readaptar a los condenados. La cuestión es no resignarse ni confiar ciegamente en que el personal carcelario cumpla con su deber, sin sucumbir a las tentaciones del abundante dinero sucio. Entretanto, que se recurra de una vez por todas a las “soluciones técnicas” anunciadas hace cuatro años, para que no se cometan crímenes encargados por teléfonos móviles, dentro y fuera de los penales. Es presumible que ahora se hagan algunos decomisos de esos elementos allí y en otros sitios, para que las aguas se calmen por algún tiempo, esto es, hasta que se vuelva a matar mediante el celular. Nuestras más altas autoridades afirman con frecuencia que el crimen organizado permea las instituciones del Estado. Sin duda alguna, entre ellas figuran las cárceles.