Boreal, de Federico Adorno: cuando las palabras ya no fluyen de los árboles

El primer largometraje del cineasta paraguayo Federico Adorno ha llegado a los cines del país. El escritor y docente Santiago Caballero nos comenta sus impresiones de Boreal (2022) en este artículo.

Fabio Chamorro en "Boreal" (Federico Adorno, 2022)
Fabio Chamorro en "Boreal" (Federico Adorno, 2022)

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Al terminar de ver Boreal me quedé mudo. En una casi desértica sala, las imágenes enrarecidas por el polvo, el viento envolvente, la soledad de los lugares y de los protagonistas, las injusticias que ni se nombran me impactaron desde el principio hasta el final. Más aún al ver, después de mucho tiempo, a Amado Cardozo, gran amigo de pasados ensayos contra la férrea dictadura y de reencuentros en la terrible sede de Investigaciones. Amado y un grupo de presos en Emboscada recibían los «últimos retoques» antes de su liberación mientras yo, novicio en esos trotes, sentía una desorientación y un terror paralizantes.

Él y otros amigos, cuando los lobos no estaban cerca, me alertaban acerca de las mañas en los interrogatorios, de las horas y modos de las torturas y de otras linduras por las que ellos, que ya estaban ante un incierto boreal con sus vidas deshechas, habían pasado.

Ahora, este Boreal del inmenso Chaco desgranaba ante mi vista, con una claridad y una sencillez pasmosas, la precariedad de los «contratos» y de los lugares de los «trabajos», la ausencia de los derechos y la pérdida de la palabra de los contratados y la omnipotencia de los hacendados, cuyas solas presencias y monocordes voces son la ley, la norma de todo.

De los tres protagonistas, asombrosamente interpretados por los actores Fabio Chamorro, Mateo Giménez y Amado Cardozo, dos son casi ancianos, y el tercero, joven. Los mayores asumen con resignación el «trabajo»; uno ya es alcohólico y el otro está en camino, con la bebida como el único bálsamo a sus pesares. El joven muestra su disconformidad pero su rebeldía se centra en la opción de poner fin al «trabajo», de abandonar el lugar, ya con manifiesta tendencia a aferrarse al alcohol al igual que sus compañeros y con el gran sueño de poseer una motocicleta como ideal de vida.

Las fechas del «trabajo», de los pagos, de la provisión de los alimentos, de las visitas de control son decididas exclusivamente por los patrones. Nada de objeciones ni de sugerencias sobre sus procedimientos. Así, el tiempo fluye desde su voluntad como el viento que lo envuelve todo. Su mayor cómplice es la pérdida de la palabra de los trabajadores, que ya la consideran inservible, un estorbo, un posible elemento comprometedor para empeorar quizás la situación.

El paisaje es un personaje más. Un desierto muy expresivo donde se talan árboles y se alambra una parcela, pero sin manifestar con qué fines, para mejorar qué, para beneficiar a quiénes. Son ausencias, sin embargo, sonoras, hirientes, implacables. Este suelo, escenario del heroísmo de muchos compatriotas, es hoy tierra ocupada, castigada, destruida en sus recursos más valiosos por la avaricia de los dueños de los poderes económicos.

Más allá de las loas, de los cantos a los héroes de la guerra librada en él, hoy se ha convertido en elocuente y completo reflejo de la situación de todo el país. Así, el trabajo de los menos favorecidos es una mercancía cuyo precio no responde a los parámetros de la ley, del derecho, sino a la voluntad del que tiene más. En ese negocio, la vida de los trabajadores no vale nada, pues cuando la muerte llega inexorablemente ya hay muchos otros, mayores y jóvenes, a la espera del recambio, como en un sistema esclavista sin atenuantes. Los jóvenes no son bienvenidos, como expresamente se declara, pero a la larga no son tampoco más que otras tantas víctimas cuya rebeldía no cambia nada.

Me asombra Boreal. Nos pone frente a la persona humana, nos recuerda su dignidad, la palabra como semilla, como nuevo vino hacedor de hombres nuevos; solo que, infelizmente, en medio de la tala inmisericorde, la palabra ya no fluye de los árboles. Y sin palabra no hay personas, no hay derechos, no hay vida.

El Boreal de Federico Adorno, con el impecable desempeño del equipo, de los actores, de los técnicos, nos alerta sobre algo que pasa y no queremos ver. Palabra hecha imagen, paisaje, viento y soledad que lanza el desafío necesario de volver a empezar desde el inicio. ¡Gracias infinitas, aguyje!

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