Los poemas de Jorge Teillier están marcados por el saber de que la vida, en tanto pensada, es decir, evocada sin cesar (porque sin cesar se desvanece), es sueño, memoria y fábula; esa consciencia llena sus parajes, tan concretos, tan locales, tan de provincia incluso, de un cierto sentido universal y oscuro como de mito, de un gusto edénico a destierro, a paraíso perdido, a testimonio de otro y mejor tiempo, de una ya imposible edad dorada, de algo que se recupera a veces platónicamente al vislumbrar de pronto las fugitivas sombras de las imágenes esenciales de las cosas: he aquí el viento, esto es el árbol, ved el monte puro, la mañana universal, la casa, el frío, la soledad, la hierba, el pan, la mesa.
Universo en desintegración cuyos pasajes secretos prometen el regreso; mundo cotidiano en el cual el espacio es mapa encriptado del tesoro del tiempo. No trata, pues, la poesía de Teillier, del exilio en un sentido histórico, sino del exilio estructural, del exilio como misterio ontológico. Pero Teillier está entre los autores en cuya obra la relación entre la memoria y la literatura es especialmente notoria, y por ello traigo aquí un poema suyo.
BAJO EL CIELO NACIDO TRAS LA LLUVIA (Jorge Teillier)
Bajo el cielo nacido tras la lluvia
escucho un leve deslizarse de remos en el agua,
mientras pienso que la felicidad
no es sino un leve deslizarse de remos en el agua.
O quizás no sea sino la luz de un pequeño barco,
esa luz que aparece y desaparece
en el oscuro oleaje de los años
lentos como una cena tras un entierro.
O la luz de una casa hallada tras la colina
cuando ya creíamos que no quedaba sino andar y andar.
O el espacio del silencio
entre mi voz y la voz de alguien
revelándome el verdadero nombre de las cosas
con solo nombrarlas: “álamos”, “tejados”.
La distancia entre el tintineo del cencerro
en el cuello de la oveja al amanecer
y el ruido de una puerta cerrándose tras la fiesta.
El espacio entre el grito del ave herida en el pantano
y las alas plegadas de una mariposa en calma
sobre la cumbre de la loma barrida por el viento.
Eso fue la felicidad:
dibujar en la escarcha figuras sin sentido
sabiendo que no durarían nada,
cortar una rama de pino
para escribir un instante nuestro nombre en la tierra húmeda,
atrapar una plumilla de cardo
para detener la huida de toda una estación.
Así era la felicidad:
breve como el sueño del aromo derribado,
o el baile de la solterona loca frente al espejo roto.
Pero no importa que los días felices sean breves
como el viaje de la estrella desprendida del cielo,
pues siempre podremos reunir sus recuerdos,
así como el niño castigado en el patio
encuentra guijarros para formar brillantes ejércitos.
Pues siempre podremos estar en un día que no es ayer ni mañana,
mirando el cielo nacido tras la lluvia
y escuchando a lo lejos
un leve deslizarse de remos en el agua.