El impacto de la infraestructura puede resultar transformador. Una mayor y mejor dotación favorece la productividad y refuerza la competitividad en los mercados internacionales, lo que se traduce en mayores niveles de crecimiento económico y desarrollo social.
Al mismo tiempo, la inversión en obras públicas amplía la cobertura y mejora la calidad de servicios esenciales como salud, educación y espacios de esparcimiento. También reduce los costos asociados a la movilidad y a la logística, y facilita el acceso a los mercados de bienes, trabajo y financiamiento, creando condiciones más favorables para el bienestar general.
Desde una perspectiva cuantitativa, el Banco Mundial (BM) señala que un aumento de 1% en el nivel de infraestructura puede impulsar, de manera temporal, el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) entre 1% y 2%. En términos distributivos, la expansión de la infraestructura pública tiende a disminuir la inequidad, al ampliar oportunidades de producción y empleo, valorizar bienes y propiedades y mejorar las perspectivas de ingresos. En el plano social, facilita el acceso a educación y salud, fortalece el capital humano y amplía el potencial de trabajo y calidad de vida.

Pese a estos beneficios, la brecha de infraestructura sigue siendo significativa en América Latina. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) estima que, hasta 2030, la región deberá invertir US$ 2,22 billones en agua y saneamiento, energía, transporte y telecomunicaciones. De ese total, 59% corresponderá a infraestructura nueva y 41% al mantenimiento y reposición de activos, lo que implica un esfuerzo anual equivalente al menos al 3,12% del PIB regional.
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En Paraguay, las necesidades de infraestructura, al escenario 2030, se cuantifican en US$ 34.812 millones, monto equivalente al 86% del PIB. El mayor componente corresponde al sector transporte, que abarca infraestructura vial, aérea, fluvial y ferroviaria, con requerimientos por US$ 13.053 millones, equivalentes al 32% del PIB. En segundo lugar se ubica agua y saneamiento, con US$ 8.591 millones (21% del PIB); seguido por energía eléctrica, con US$ 7.044 millones (17%); vivienda, con US$ 5.787 millones (14%), y salud, ubicándose en US$ 337 millones (1%).
La composición de esta brecha permite identificar áreas donde el rezago tiene implicancias económicas directas. En transporte, las limitaciones de conectividad y logística afectan la competitividad de un país mediterráneo y exportador, incrementando costos y reduciendo márgenes para el sector productivo. En agua y saneamiento, el déficit incide sobre indicadores sanitarios y de productividad laboral, mientras que en energía y vivienda condiciona la localización de inversiones y el desarrollo urbano.
Es de recordar que, el Plan de Infraestructura Vial para el 2028, que había sido presentado por el Ministerio de Obras y Publicas y Comunicaciones (MOPC), consignaba una inversión de aproximadamente US$ 5.500 millones o 4% del Producto Interno Bruto (PIB). Las mayores inversiones previstas se centraban en conectividad e infraestructura vial (US$ 3.000 millones), así como en agua y saneamiento (US$ 1.675 millones). En menor proporción a proyectos de transporte urbano, hospitales, entre otros planes vinculados a la construcción de escuelas y viviendas.
¿Qué ha pasado con la inversión?

La evolución de la inversión pública muestra avances, aunque con una trayectoria marcada por la volatilidad. De acuerdo con datos del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) la adquisición neta de activos no financieros de la administración central pasó de US$ 233 millones en 2004 a US$ 1.135 millones en 2023, antes de retroceder a US$ 846 millones en 2024. Para noviembre de 2025, el monto previsto se ubica en US$ 700 millones.
En términos relativos, la inversión pública también exhibe oscilaciones relevantes. Entre 2004 y 2007 se situó en torno al 2,4% del PIB, descendió hasta 1,2%, en 2008, y posteriormente inició una recuperación gradual. El máximo se registró en 2020, con 3,6% del PIB, en un contexto excepcional de políticas contracíclicas. Desde entonces, el indicador volvió a moderarse: 2,6% del PIB en 2023, 1,9% en 2024 y de 1,4% hasta los últimos datos disponibles de este año.
El comportamiento sugiere que el esfuerzo inversor no ha sido sostenido en el tiempo. Aún en los años de mayor expansión del gasto de capital, los niveles alcanzados resultan insuficientes frente a una brecha de infraestructura que equivale a casi un año completo de producción.
En este sentido, la reducción proyectada de la inversión pública como proporción del PIB introduce un desalineamiento entre las necesidades estructurales y la dinámica presupuestaria reciente. El contexto macroeconómico, sin embargo, presenta elementos favorables. La obtención del grado de inversión por parte de las principales agencias calificadoras reconoce la estabilidad macroeconómica, la disciplina fiscal y el relativo bajo nivel de endeudamiento del país.
Desde el punto de vista económico, esta mejora en la calificación soberana reduce el costo de financiamiento externo y amplía el acceso a los mercados internacionales de capital. En términos potenciales, ello crea condiciones más favorables para financiar proyectos de infraestructura de gran escala, especialmente en sectores donde los retornos económicos y sociales son elevados. No obstante, la materialización de este potencial depende de la capacidad de transformar mejores condiciones financieras en inversión efectiva.
Sin embargo, un aspecto relevante en este proceso es la situación financiera del sector de la construcción. La existencia de atrasos en pagos por obras ejecutadas y certificadas ha generado obligaciones acumuladas con empresas contratistas de aproximadamente US$ 350 millones. Estos atrasos impactan en la liquidez del sector, elevan los costos financieros de los proyectos y afectan el ritmo de ejecución de nuevas obras. Los atrasos en pagos tienden a encarecer futuras licitaciones, reducen la participación de empresas con menor capacidad financiera y afectan la continuidad de los proyectos. En la práctica, parte del ajuste fiscal se traslada al sector de la construcción, con efectos indirectos sobre el empleo y la inversión.
Por tanto, la combinación de una brecha de infraestructura elevada, una inversión pública volátil y obligaciones pendientes con el sector constructor, plantea desafíos de coordinación fiscal y financiera. Aún con acceso a financiamiento en mejores condiciones, la ejecución de proyectos requiere previsibilidad presupuestaria, programación financiera adecuada y capacidad de gestión.
El desafío no se limita solo a aumentar el volumen de inversión, sino a mejorar su calidad y continuidad. La priorización de proyectos con alto impacto económico, el fortalecimiento de los mecanismos de planificación y la utilización de esquemas complementarios como las alianzas público-privadas pueden contribuir a cerrar brechas sin comprometer la sostenibilidad fiscal. En ausencia de estos elementos, la brecha estructural continuará limitando el crecimiento potencial del país, a pesar del escenario de estabilidad macroeconómica.
Impulsa el PIB del país
Alza del 1% en el nivel de infraestructura puede impulsar, de manera temporal, el crecimiento del PIB del país entre 1% y 2%, según Banco Mundial.
Amplía la calidad de vida
En el plano social, facilita el acceso a educación y salud, fortalece el capital humano y amplía el potencial de trabajo y calidad de vida.

