Años atrás afirmaba un presidente de la República que tenía cientos de jefes de prensa distribuidos en distintas dependencia, que no comunicaban, en realidad. “Sólo quieren buenas oficinas, vehículos, teléfonos de alta gama, salarios altos, y lo que hacen es escribir una o dos gacetillas por día”, confesó el hombre.
Pero el problema no es solo de esos jefes. Es del concepto general que tienen las autoridades respecto a la comunicación. Piensan que cuanto menos comunican menos problemas tendrán. En comunicación corporativa y gubernamental existe una razón de hierro: “La realidad no existe, sólo existe la percepción del público”. Y la percepción del público se crea con comunicación clara.
Por la pauperización del sistema educativo, el funcionariado no tiene un lenguaje rico, precisamente. Lenguaje pobre es igual a comunicación deficiente.
Los informes y comunicados oficiales exhiben, en mayoría, insuficiencias lingüísticas, a lo que se suma la insolvencia gramatical, ortográfica y sintáctica. Muchos funcionarios siguen creyendo que la importancia de una comunicación oficial está dada por lo farragoso del lenguaje, la exagerada extensión del documento y la inútil ampulosidad del vocabulario.
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Otra herencia de los malos gobiernos del Paraguay es el secretismo. La convicción de que las cosas del Estado, las cosas públicas atañen únicamente al gobierno y, por extensión, al partido de gobierno, o, más específicamente, a las autoridades gubernamentales y partidarias. El atávico pensamiento de que el pueblo no tiene por qué saber.
Si hoy en el Paraguay hay una mayor apertura en cuanto a la información oficial, esto se debe a duras batallas de una ciudadanía que fue despertando del letargo, exigiendo y conquistando derechos que hoy están consolidados legalmente.
Aun así, la comunicación del poder con el pueblo no es óptima y el lenguaje transita por caminos de pobreza conceptual y expresiva.
La pobreza del lenguaje se refleja también en la pobreza del pensamiento de la gente. Difícilmente se puede abstraer un pensamiento profundo y diáfano si se posee un vocabulario cada vez más limitado. En las relaciones interpersonales o grupales, la vulgaridad y la ordinariez han ido ganando terreno en el lenguaje a expensas de lo preciso y lo estético.
Esto tiene a su vez un impacto en la baja calidad de nuestra democracia. La falta de claridad inunda documentos oficiales, leyes y hasta a la propia Constitución Nacional que es interpretada y tergiversada de acuerdo con intereses sectarios.
El lenguaje claro no admite metáforas sonsas, como la que dijo haber utilizado un ministro cuando pidió el uso de mochilas transparentes a los estudiantes. Una comunicación clara, hasta para admitir honestamente lo malo, es imprescindible para sostener la democracia.