Caacupé apuntó al corazón del Paraguay

El obispo de Caacupé, Mons. Ricardo Valenzuela, dirigió ayer una enjundiosa carta al pueblo paraguayo, titulada “Organicemos la esperanza”, en la que examina la realidad nacional y propone unas vías de solución a varios graves problemas. Recordó que los sufrimientos de la pandemia hubieran sido menores “si la reacción gubernamental hubiese sido más acertada y no tan débil”, y que en ese ámbito no solo hubo desidia, sino también corrupción. También apuntó a la “deuda social” que el Estado tiene con la salud pública, mientras comete la injusticia de beneficiar a sus “altos miembros” con seguros médicos privados de privilegio, como si ellos tuvieran más derechos que el común de los ciudadanos. La carta abordó el calamitoso estado de la educación, y a la necesidad de una renegociación honesta del Anexo C de Itaipú, entre otros varios puntos.

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El obispo de Caacupé, Mons. Ricardo Valenzuela, dirigió ayer una enjundiosa carta al pueblo paraguayo, titulada “Organicemos la esperanza”, en la que examina la realidad nacional y propone unas vías de solución a varios graves problemas. Empieza señalando que este año ha sido el de la “paulatina recuperación” tras los estragos causados por la pandemia en 2020, que provocó la muerte de “miles y miles de seres queridos”, muchos de los cuales habrían sobrevivido “si la reacción gubernamental hubiese sido más acertada y no tan débil”, pese a que las autoridades competentes contaban con los recursos y los mecanismos necesarios para enfrentar la emergencia, ya que no solo hubo desidia, sino también corrupción. El obispo confía en que terminen los fallecimientos atribuibles a estos vicios, a lo que podría contribuir, cabe agregar, la pronta aplicación de las sanciones penales y administrativas que correspondan. También apunta a la “deuda social” que el Estado tiene con la salud pública, mientras comete la injusticia de beneficiar a sus “altos miembros” con seguros médicos privados de privilegio, como si ellos tuvieran más derechos que el común de los ciudadanos.

Para cimentar la esperanza en medio de la tragedia del coronavirus, que habría igualado a ricos y pobres, el prelado cree necesario, siguiendo al Papa, “que los políticos y gobiernos dejen de lado el sectarismo, los privilegios a veces exagerados, la riqueza mal habida, y trabajen por el bien común”. Esta atinada exhortación sería más efectiva si fuera acompañada por los constantes reclamos de los gobernados y por las enérgicas actuaciones de fiscales y jueces probos; es improbable que sus destinatarios se conmuevan y se enmienden por sí solos, si no caen sobre ellos la indignación ciudadana y el rigor de la ley. Admoniciones similares suelen quedar en el olvido, tal como las “muchas y lindas promesas de reforma” hechas al inicio de la pandemia.

Habría, además, una epidemia de carácter nacional, es decir, la impunidad, “porque la corrupción también mata”. Mons. Valenzuela admite aquí que “no es fácil que un corrupto se arrepienta”, aunque recuerda el caso del recaudador de impuestos convertido por Jesús, que se propuso dar la mitad de sus bienes a los pobres y devolver el cuádruple de lo robado. Es impensable que, en medio de tanta podredumbre, en nuestros días ocurra un “milagro” semejante en el Paraguay. En todo caso, afirma que “si las autoridades pertinentes se declaran incompetentes” para “curar” la corrupción, “es deber primero de los Gobiernos” y después de los ciudadanos responsables hallar el modo de extirpar ese mal. Como es obvio, el problema se torna mucho más difícil cuando el propio Gobierno está enfermo, razón por la que cabe insistir en el papel de unos fiscales y jueces independientes.

El obispo también lamenta que el Presupuesto nacional, “quebranto de todos los años”, sea deficitario desde hace muchos años, debido a los gastos superfluos; afirmó que el déficit conduciría al endeudamiento, agravado por la emergencia sanitaria, durante la cual “solo gozan de buena salud los que se alzaron con casi todas las licitaciones y compras sobrefacturadas”. En este punto el documento aboga por “organizar con más firmeza y eficacia la aplicación de la ley”, para lo que se necesitaría “un Poder Judicial (...) independiente: “si no funciona la Justicia, la democracia solo es nominal, la cual cede su puesto a una anarquía” o a una dictadura, cabe añadir. El obispo espera que los jueces “se empeñen en hacer justicia”, demostrando que llegaron a la judicatura por sus propios méritos, y que “una mayor conciencia y participación ciudadanas” ponga fin al acceso “por cupos o turnos o por lealtades partidarias, amistades o parentescos”. Como “el pueblo es el verdadero contralor de los gobernantes”, debe exigir que los electos en los últimos comicios municipales cumplan con sus planes y se apeguen a la ley.

La carta se ocupa también de la violencia, como la ejercida por “los forajidos del Norte, secuestrando, asesinando a personas inocentes y extorsionando a las instituciones”. En tal contexto, hizo bien en recordar a las familias de Óscar Denis, Félix Urbieta y Edelio Morínigo –a los que cabe agregar ahora el nombre del joven menonita Peter Reimer Loewen–, así como en instar a las fuerzas del orden a liberarlos cuanto antes.

No podía faltar una referencia a la pésima educación pública, relegada por “el oportunismo y la picardía política de las elites partidarias” y reflejada en los niños que no terminan el ciclo primario, jóvenes que buscan trabajo siendo analfabetos funcionales y en adultos condenados a la ineptitud de por vida.

Dadas estas penosas circunstancias, el obispo afirma que “el país necesita cuanto antes cambiar. Cambiar el perfil de sus líderes (...) Necesitamos líderes íntegros, honestos, con mentalidad sana, confiables, comprometidos con la verdad y ambiciosos en el cumplimiento de sus planes”, sostuvo. Monseñor Valenzuela también apuntó que es preciso contar con “personas con la inteligencia y preparación de ahora para enfrentar los desafíos del mañana”, como el de la renegociación del Anexo C del Tratado de Itaipú, para lo cual también sería menester el patriotismo, ausente hasta ahora en ese ámbito.

Esta descripción de nuestra cruda realidad termina con una voz de aliento para que cada uno haga bien las cosas, dé esperanzas a los demás, se levante tras una caída, avance en su formación física, moral y espiritual, y promueva el servicio a los demás, “por el bien de nuestro querido país”. Este atinado colofón también sirve para recordar que –felizmente– no todo depende de la acción o inacción gubernativas, sino que los individuos también pueden forjar sus respectivos destinos mediante el esfuerzo propio y cooperando con el prójimo.

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