Hoy se cumplen 33 años del golpe militar que puso fin a la larga dictadura de Alfredo Stroessner e inició un proceso democrático sin precedentes en toda la historia anterior del país, el cual, con sus luces y sus sombras, con sus tropiezos y vacilaciones, afortunadamente se mantiene hasta nuestros días.
Lo más importante, si bien a veces se lo desprecia, porque se suele desdeñar lo que se tiene hasta que se lo pierde, es que los paraguayos y todos los habitantes de nuestra querida Patria hoy podemos vivir en libertad, con el solo límite de la Constitución y de la ley, más allá de las inevitables zonas grises en la legislación, de los conflictos de interpretación y de los abusos que siguen existiendo y que es preciso denunciar, repudiar y combatir.
La libertad de expresión en particular se ha sostenido como un puntal inquebrantable para todas las demás, pese a los ataques de que ha sido permanentemente objeto por parte de grupos de poder autoritarios que sueñan con controlar el volumen, el tipo y el contenido de los mensajes que le llegan al público. Ha habido diversos proyectos de ley para restringirla, pese a que ello está expresamente prohibido por la Constitución, frecuentes intentos de censura previa fuera de las excepciones previstas y abiertas persecuciones alentadas desde arriba para “aleccionar” a los que incomodan. Sin embargo, la ciudadanía siempre ha salido firmemente en su defensa, porque aún perdura en la memoria colectiva lo que significa vivir sin ella.
Institucionalmente, aunque a veces en forma tambaleante, la República se ha mantenido más de tres décadas dentro de cauces democráticos, como nunca antes había pasado. Ha habido siete elecciones nacionales libres y otras tantas municipales, alternancia pacífica en el poder, tanto en el Gobierno central como en los gobiernos locales, integración plural de las cámaras del Congreso, múltiples partidos y corrientes, libre ejercicio de la oposición.
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Graves crisis políticas provocaron la renuncia de un Presidente ante su inminente juicio político y la destitución de otro por esta última vía, pero si bien en ambos casos hubo y hay quienes los califican de golpes de Estado, la realidad es que en los dos se actuó dentro de lo previsto y establecido en la Constitución, cuando en otras épocas de nuestra violenta historia política este tipo de situaciones invariablemente derivaban en sangrientos alzamientos y guerras civiles.
Justamente la Constitución de 1992, con todos sus defectos, ha garantizado una convivencia pacífica y democrática sostenida, una efectiva interrelación de poderes, en la que ninguno consiguió sobrepasar al otro de manera abrumadora y permanente. La Constitución ha funcionado y se ha impuesto, por lo menos en sus aspectos más esenciales y en los momentos más cruciales, pese a las varias tentativas de atropellarla, por lo general para forzar por canales torcidos la proscripta reelección, que fracasaron al estrellarse con los mecanismos institucionales y, sobre todo, con la infranqueable muralla ciudadana.
A menudo nos olvidamos de que la dictadura era el reino de la prepotencia. Con muchísima razón nos quejamos de nuestra Justicia, de la corrupción imperante y de la impunidad, y más de uno invoca el pasado con nostalgia y falsos fundamentos. En realidad, además de la violación sistemática de los derechos humanos, si alguien tenía la desgracia de toparse con un poderoso del régimen en cualquier ámbito, personal, patrimonial, empresarial, político, y hasta inclusive en el plano íntimo, no tenía defensa posible más que, en todo caso, recurrir y humillarse ante otro poderoso para rogar protección. Las “licitaciones públicas” y los grandes negocios estatales y privados los “ganaban” y manejaban invariablemente solo aquellos que tenían el visto bueno, frecuentemente los altos mandos militares, que después subcontrataban a otros y estos a otros para continuar la repartija, previa participación con el propio dictador o con su entorno, y nadie podía decir una palabra, mucho menos hacer algo al respecto.
En contrapartida, tampoco hay que caer en el recurrente simplismo de culpar de todos nuestros males actuales a la dictadura; este período democrático lleva ya casi tanto tiempo como todo el stronismo, lo bueno y lo malo de hoy ya es responsabilidad de estas generaciones, no de las anteriores. Es cierto que se han dado muchos pasos adelante en diversas esferas, tanto socioeconómicas como políticas, basta mencionar la hasta hace no mucho impensable caída de clanes como los de Zacarías Irún o González Daher, por citar dos casos emblemáticos. Pero es más que evidente que queda muchísimo camino por recorrer para hacer de nuestro país una República democrática, viable y próspera. La corrupción está en todos lados y pareciera tender a extenderse, las mafias han ganado espacio en el territorio y en las instituciones, la informalidad y la inseguridad se vuelven incontenibles, se observa un notorio y constante deterioro de la calidad de la representación política y de la administración del Estado. Pero nada de eso es atribuible a la democracia. Sin democracia habríamos estado mucho peor.
Ningún sistema de gobierno es perfecto, ni siquiera óptimo, ninguna democracia lo es, y la nuestra está muy lejos de serlo, porque dista mucho de serlo también nuestra sociedad en general. Las frustraciones, las quejas y las críticas, aun las más despiadadas, no solo son normales y casi siempre justificadas, sino necesarias para corregir y avanzar. Pero, puesto todo en perspectiva, así como hay muchísimo por mejorar, también hay muchísimo para valorar y celebrar.