Comienza oficialmente el año lectivo en la educación pública y ya no hay excusas que valgan, ni el covid, ni el estado de las escuelas, ni los problemas logísticos ni la odiosa reticencia de muchos docentes. Todos los alumnos, de todos los niveles, absolutamente todos, sin excepciones ni sistemas híbridos de ninguna índole, deben volver a clases presenciales y empezar a normalizar su interrumpido proceso de formación. Los dos últimos años han sido una verdadera calamidad educativa, cuyos alcances y consecuencias, tanto para el futuro de esos niños y jóvenes y el de sus familias como para el prospecto del desarrollo nacional, todavía no se han dimensionado en su real magnitud.
Todos los estudios importantes que se han hecho en el mundo indican que la educación a distancia no ha sido ni mínimamente suficiente para compensar el alejamiento físico de las aulas, especialmente en los países de ingresos medios y bajos, como el Paraguay. Los daños han sido cuantiosos, de efectos duraderos y en muchos casos irreversibles. Por un lado, se estima que una parte de los afectados ya no volverá al sistema educativo. Por el otro, la reducción de las exigencias para pasar de grado supone una merma cualitativa en el aprendizaje que un alto porcentaje de esos chicos ya no recuperará.
Esto impactará directamente en el potencial y la futura calidad de vida de la generación que ha sufrido esta inusitada disrupción. Un trabajo conjunto entre el Banco Mundial, el Unicef y la Unesco (diciembre de 2021) cuantifica que estos dos años lectivos prácticamente perdidos les costarán a los actuales estudiantes 17 billones (millones de millones) de dólares en términos de pérdidas de ganancias a lo largo de sus vidas, equivalentes al 14% del PIB mundial. Si extrapolamos la cifra al caso paraguayo, los niños y adolescentes a quienes les ha tocado esta infausta circunstancia ganarán en sus futuras vidas adultas 5.000 millones de dólares menos, con el agravante de que será peor para los que menos tienen.
Se han realizado diversas mediciones que dan una idea de lo grave de la situación. En el mismo estudio citado, con una amplia muestra en países de mediano y bajo desarrollo, se encontró que el porcentaje de niños de 10 años con dificultades para leer y comprender textos acordes con su edad creció del de por sí alarmante 53% antes de la pandemia al 70% en la actualidad. En el estado brasileño de São Paulo, por ejemplo, los estudiantes, en promedio, aprendieron apenas el 28% de lo que habrían aprendido si hubieran asistido a clases presenciales.
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También en el estado de São Paulo, un estudio de la OIE (Organización de Estados Iberoamericanos) halló que el desempeño de los estudiantes retrocedió a los niveles de 2005 o 2007, y que se requerirían al menos once años de refuerzos y tutorías especiales para recuperar el aprendizaje perdido en este lapso.
Obviamente que la utilización de la tecnología en la educación no tiene nada de malo en sí mismo, todo lo contrario, pero la evidencia es muy clara en que solo alcanza como complemento, no como sustituto, como se ha experimentado sin éxito. Ello es así no solamente porque en países como el nuestro todavía hay problemas de acceso a internet y a herramientas electrónicas, sino por la dinámica misma del proceso educativo. Siempre hay pequeños grupos de estudiantes muy aplicados que van a aprender de todos modos, pero cualquier docente sabe que estos son la minoría y que justamente una de sus tareas más importantes en el aula es buscar la manera de que los demás también atiendan y participen. Si esto ya es difícil en clases presenciales, a distancia es prácticamente imposible.
La calidad de la educación en Paraguay ya era muy baja antes de la pandemia. La última prueba PISA, una metodología estandarizada impulsada por la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), se realizó en Paraguay entre septiembre y octubre de 2017 con alumnos de 15 años de 205 establecimientos educativos. La enorme mayoría no alcanzó siquiera el nivel básico, que es aquel donde los estudiantes “empiezan a demostrar competencias para participar de manera efectiva y productiva en su vida como estudiantes, trabajadores y ciudadanos”. De los que “aprobaron”, el mayor porcentaje lo hizo “raspando”. En contrapartida, el 68% no logró las competencias básicas en lectura, el 92% en matemática y el 76% en ciencias. Asusta pensar en cuáles serían los resultados si la evaluación se hiciera ahora.
El papel del Ministerio de Educación y Ciencias en esta crisis ha sido lamentable, ni siquiera atinó a zonificar el país para seguir dando clases en comunidades alejadas y aisladas, donde el riesgo de contagio era mínimo o inexistente, o por lo menos aprovechar para poner las escuelas en condiciones. A lo sumo se podía justificar al principio, pero continuaron con casi lo mismo durante dos años, pese a lo cual el presupuesto del MEC no se ajustó a la nueva realidad, con una ejecución de 8,4 billones de guaraníes en 2020 (33% más que en 2019) y de 8,3 billones en 2021 según el Ministerio de Hacienda, en ambos casos muy por encima de lo presupuestado inicialmente, con el 76% y el 61%, respectivamente, para remuneración y bonificaciones de sus más de 80.000 funcionarios.
Se inicia un nuevo ciclo con enormes desafíos. En vez de amenazar con huelgas y obtener bajo presión aumentos indiscriminados, no sujetos a evaluaciones de desempeño, lo que la sociedad espera de las autoridades educativas y de los planteles docentes es que muestren más liderazgo, más capacidad, más dedicación, más sacrificio para elevar efectivamente el nivel de la educación y tratar de salvar algo del tiempo perdido.