En el acto de cierre de la zafra de papa y cebolla en Ybytymí, el Presidente de la República señaló en estos días que resulta difícil combatir con eficacia el contrabando cuando al burócrata se lo alimenta con dinero, razón por la cual “hay que tratar de elegir liderazgos que no estén contaminados con esta actividad”. En su opinión, habría que tener autoridad moral para exigir al funcionario que la combata, una cualidad que no tendría su antecesor Horacio Cartes, según surge de sus algo confusos dichos. Fue muy claro, en cambio, al volver a calificarlo como “el mayor contrabandista de cigarrillos de la región”, como bien lo sabría todo el continente, según sus dichos. Es previsible que el aludido le responda de nuevo con el silencio, como ocurrió ante una acusación similar anterior, acaso por entender que el severo calificativo no lo dañaría electoralmente a él ni, por extensión, a su empleado Santiago Peña.
Se diría que en el Paraguay de hoy nada importa que un hombre público acuse a otro de ser un delincuente –aunque quien lo haga sea el mismísimo Presidente de la República–, ni que este estime innecesario defender su honor si cree tenerlo. Es como si los compatriotas ya estuvieran curados de espanto y, por ende, no vieran motivos suficientes para indignarse, aunque tengan un vicepresidente, Hugo Velázquez, acusado por un Gobierno extranjero de haber intentado sobornar para obstruir una pesquisa que afectaba sus intereses financieros, y un presidente de la Corte Suprema de Justicia, Antonio Fretes, hoy renunciante a ese cargo pero no al de ministro, que se aferra a este último puesto, pese a las presuntas actividades ilícitas de sus hijos y sospechosas actuaciones de agentes judiciales que contarían con su protección, y a la consecuente renuncia solicitada por siete colegas suyos, así como por las dos Cámaras del Congreso y gremios de abogados.
El 22 de julio, día en que Estados Unidos “designó” a Horacio Cartes como “significativamente corrupto”, el Ministerio Público informó que investigaba en “varias causas” su eventual intervención “en distintos hechos que podrían tener relevancia penal”, entre los que figurarían el lavado de dinero, el enriquecimiento ilícito y la declaración falsa, denunciados el 26 de enero ante la Seprelad, por el entonces ministro del Interior Arnaldo Giuzzio. El 23 de agosto, el Ministerio Público dijo que estaba investigando a Hugo Velázquez desde el 12, esto es, desde el mismo día en que fue declarado “significativamente corrupto”. Se ignora el estado actual de las pesquisas, así como el de la que fue abierta el 19 de noviembre, con la designación de tres agentes fiscales, con respecto al contrato entre Amílcar Fretes, hijo del titular con permiso de la Corte, y el luego extraditado libanés Kassem Hijazi. Como siempre, todo lo que afecta a gente con poder y cae en la jurisdicción del Ministerio Público, va a las calendas griegas.
Este breve recuento de probables hechos delictuosos involucran, en forma directa o indirecta, a un expresidente de la República que aspira a presidir el partido oficialista, a un vicepresidente en ejercicio que desistió de su intención de ocupar el Palacio de López ante la grave acusación extranjera, y a un ministro de la máxima autoridad judicial, que solo pidió permiso para dejar de encabezarlo “por razones de salud”. Para que se complete el lamentable cuadro, solo faltaría que el presidente del Congreso, Óscar Salomón (ANR), tuviera algo grave que ocultar, aunque en el ámbito legislativo están unos cuantos que continúan participando de las sesiones donde se dictan leyes, también con graves acusaciones sobre sus espaldas. Como se ve, el cuadro de la clase dirigente del país es tétrico.
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Hugo Velázquez afirmó alguna vez que el crimen organizado había penetrado en los tres Poderes, en tanto que Mario Abdo Benítez sostuvo en varias oportunidades que lo había hecho en todas las instituciones, sin que los alarmantes dichos de ambos hayan tenido consecuencias políticas y penales. Más allá de la mafia, la tragedia radica en que la corrupción se ha instalado con firmeza en todos los niveles del aparato estatal, hasta el punto de que se tiene la sensación de que una buena parte de la opinión pública parece dispuesta a convivir con ella, considerándola un fenómeno inevitable de la función pública. Una reciente encuesta del World Justice Projet, apoyada por el Instituto Desarrollo y por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, refleja “lo arraigada” que se halla la corrupción en el Paraguay.
Los escándalos se suceden con tanta rapidez que el último hace olvidar los anteriores, de modo que conviene ejercitar la memoria. Y, sobre todo, no perder la capacidad de indignación cuando quien ocupó u ocupa un muy alto cargo público sea tildado de delincuente por el sucesor, sea acusado de intento de soborno por el Gobierno de un país amigo o tenga hijos que trafican influencias o evaden impuestos.
Los ciudadanos de bien, que son mayoría en esta República, no deben pensar que todo ya está perdido sino, por el contrario, debe manifestarse públicamente, con firmeza y perseverancia, tanto para repudiar a los corruptos como para exigir que el Ministerio Público y la judicatura cumplan con su deber de trabajar para ponerlos tras las rejas, y alejar así la impresión que proyectan de que son cómplices de los mismos.