Se cumplen en la fecha 35 años de la caída de la dictadura de Alfredo Stroessner, la cual advino a raíz del desgaste que fue sufriendo la cúpula político-militar en el poder, a través, también, de un Gobierno despótico y corrupto, que fue despertando poco a poco en la sociedad civil una mayor actividad política de enfrentamiento al sistema de opresión, lo cual finalmente desembocó en el golpe de Estado militar en el año 1989. Y sobrevino el periodo que llamamos “democrático”.
La llegada de la democracia en el Paraguay no fue un hecho ocurrido inopinada ni casualmente. Fue el resultado de una búsqueda constante de la sociedad paraguaya, que se sintió aprisionada durante un lapso tan prolongado, que se llegó a pensar con resignación en la imposibilidad de sacudirse del yugo, a pesar de su heroica resistencia y lucha. Pero ocurrió. La incertidumbre inicial sobre el resultado de las acciones militares se transformó en un estallido de alegría en la población en la madrugada del 3 de febrero de 1989, que se exteriorizó con un incesante desfile por el centro de Asunción. Tras la larga noche, la gente respiraba por fin el aire de la libertad.
Los primeros años del período conocido como de la transición, de la dictadura a la democracia, fueron de mucho esmero, esfuerzo y cooperación de las élites triunfantes, con el propósito de reconstruir la institucionalidad democrática del país entre todos los paraguayos, sin exclusiones más que la de aquellos que se sintieron plenamente identificados con el dictador “hasta las últimas consecuencias”, como alardeaban ellos mismos.
Sin embargo, muy poco duró ese entusiasmo de la cúpula gobernante de trabajar con sentido de patriotismo, de servir a los demás con honestidad y de culminar la transición con la vigencia de todos los principios de una democracia real, y no de simple nombre.
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Hoy, la democracia paraguaya es traicionada por la dirigencia política, y además abandonada por una sociedad que nuevamente parece adormecida, sin ánimo de reaccionar ante los constantes y groseros abusos de autoridad, de burla a las reglas y ritos democráticos, y de avance incontenible de la violencia.
Mientras la denominada clase política no ceja en su afán de enriquecimiento fácil a través del latrocinio, los sobornos, el chantaje, la escandalosa repartija de cargos, la sociedad se niega a ver la marcha segura y ascendente de la narcopolítica sobre la totalidad de las instituciones públicas, al punto de que muchos consideran un factor de conveniencia para su crítica situación el dinero sucio en el mundo de la política, que llega al bolsillo de la gente humilde a cambio del voto fácil y complaciente con quienes más tienen para la desigual competencia electoral.
En treinta y cinco años han desfilado por la administración, la legislatura y la judicatura muy calificados referentes, pero también aquellos de medio pelo que fingían comulgar con los principios democráticos, para finalmente quedarnos con los peores.
Inclusive, durante ese lapso tuvo lugar la alternancia política, con el ascenso al poder de un Gobierno no colorado –el de la alianza opositora con Fernando Lugo a la cabeza– que fue distinto a lo habitual, pero al final con los mismos vicios de corrupción e ineptitud para dar solución a los problemas sociales y burocráticos, viniendo después los clásicos intentos de reelección y divisiones de cúpula, que infligieron serios daños a la democracia.
En efecto, hubo varios intentos de retroceso durante estos treinta y cinco años, como el fraude electoral para instalar el Gobierno de Juan Carlos Wasmosy como candidato digitado del poder militar frente al aspirante del Partido Colorado, Luis María Argaña; los tanteos del general Lino Oviedo de recuperar el poder militar, los de los presidentes civiles de violar la Constitución para ser reelectos. La ciudadanía tuvo un papel fundamental en el desaliento de estos intentos, pero su fuerza fue decayendo en la medida que el narcotráfico y otras formas del crimen organizado fueron tomando las instituciones, mientras los representantes electos y magistrados apoyados por ellos se fueron convirtiendo en calificados miembros dominantes de la narcopolítica y el lavado de dinero.
El Partido Colorado no pudo ser vencido, salvo en una ocasión, en las pugnas electorales, pero no pudo evitar ser vendido literalmente al mejor postor, luego de su derrota en el año 2008. De esa manera Horacio Cartes –que financió las campañas con su dinero, según lo reconocen dirigentes colorados– se convirtió en candidato y presidente de la República, y más tarde convirtió en triunfador al actual presidente, Santiago Peña, luego de hacerlo renunciar a su partido, el opositor Liberal Radical Auténtico, y convertirse él en titular del partido.
Debido a estas lamentables prácticas políticas, la democracia paraguaya se encuentra en franco retroceso, con representantes que nada saben ni demuestran interés en la democracia, más que en sus vulgares formas de mandar invocando mayorías, con representantes que falsifican títulos universitarios aparentemente sin haber pisado los umbrales de ninguna facultad, con parientes que pululan en las instituciones públicas sin mérito alguno pero con salarios millonarios, con amigos que ganan licitaciones y reparten beneficios, con préstamos para obras o servicios que no se realizan.
Así, se tiene la impresión de que el país se encuentra hoy en manos de bandoleros, salteadores, delincuentes que van matando la democracia que un día como hoy, hace 35 años, costó la vida de varios paraguayos, y con anterioridad de muchos otros que lucharon para conquistarla durante la prolongada dictadura.