El presidente Santiago Peña destaca que la economía está creciendo por tercer año consecutivo por encima de su potencial, y en verdad que es un hecho destacable que hemos resaltado reiteradamente en nuestros editoriales. Lo que no se cuenta es el otro lado de la historia. El que sea “por encima de su potencial” indica justamente que el crecimiento no se debe a la gestión gubernamental, sino a un esfuerzo extra del sector privado para sobreponerse a los obstáculos que persisten en el ambiente económico. Y esta es una de las mayores críticas que se le deben hacer a esta administración: que no ha aprovechado el ciclo favorable para realizar las reformas estructurales que, precisamente, eleven el potencial de crecimiento y la fortaleza del país.
El Banco Central del Paraguay corrigió del 4,2 al 4,7% la cifra final del crecimiento económico de 2024 y tiene una expectativa de 6% para este 2025, todo lo cual es una buena noticia. Es cierto que el crecimiento económico no es suficiente por sí mismo para asegurar un bienestar general, pero también lo es que, sin crecimiento, mejorar la calidad de vida de la población es imposible. Puede que el crecimiento no les llegue a todos, pero aumenta las oportunidades, genera empleos, crea círculos virtuosos y reduce el índice de pobreza.
Sin embargo, los ciclos económicos no son eternos, como bien lo saben tanto Santiago Peña como su ministro de Economía, Carlos Fernández Valdovinos, ambos economistas formados. Las ciencias económicas tienen por ley que, por diversos factores, a todo período de auge le sigue, invariablemente, uno de retracción. Por ello se recomienda implementar estrategias contracíclicas. En épocas de apogeo es menester prepararse para estar más fortalecidos para cuando no lo sean, realizar las grandes tareas pendientes y generar ahorros que sirvan para atenuar el impacto y reducir la duración de las épocas de vacas flacas. Es lo que no ha hecho este Gobierno.
Para ser justos, se ha conseguido aumentar las recaudaciones, lo cual es un efecto justamente del crecimiento y supone más dinero extraído de los bolsillos de los contribuyentes, pero que implica de todos modos una correcta gestión tributaria, y se ha controlado la inflación. Pero eso ha sido básicamente todo.
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Ninguna de las “reformas” de las que se jacta el Gobierno ha sido profunda ni efectiva. Se aprobó una nueva ley de la función pública que es más de lo mismo y que no ha producido resultados visibles. Continúan como si nada los acomodos, los ingresos y promociones sin concurso, los paracaidistas, los nepobabies y los planilleros, tal como lo había vaticinado el propio Peña en su campaña: la manera de entrar a la función pública no es el estudio, sino la militancia en el Partido Colorado. No existe nada parecido a una depuración de la burocracia estatal.
Lo mismo con el sistema de contrataciones públicas. Hay una nueva ley, pero la perforan permanentemente. Prácticamente todas las licitaciones están viciadas con evidentes indicios de direccionamientos y las protestas caen en saco roto. Y ni hablar de lo que ocurre con la caja paralela que se ha creado con los fondos de Itaipú, que se adjudican discrecionalmente a los “amigos”, sin ningún control y sin rendición de cuentas.
Tampoco existen muestras de racionalización del Estado y de la administración pública. Es cierto que aumentan las recaudaciones, pero los gastos no paran de crecer. Prueba de ello es que el saldo del endeudamiento público ya supera los 20.000 millones de dólares, lo que supone un incremento neto del 20% en dos años, y ha llegado a un pico histórico del 41,1% del producto interno bruto, a pesar de que el PIB actualmente es mayor que el de antes justamente por el crecimiento económico.
El Gobierno asegura que cumplirá la meta de reducir el déficit fiscal al 1,9% del PIB en 2025, para volver al tope del 1,5% en 2026, pero todo indica que ello es más en los papeles que en la realidad. Se está cerrando el año con una ejecución presupuestaria sumamente baja (la senadora Lilian Samaniego afirmó que es de tan solo el 50%), mientras hay claras evidencias de que se toman compromisos, pero no se pagan. Solamente los contratistas de obras y los proveedores farmacéuticos le reclaman al Gobierno vencimientos por 1.000 millones de dólares, y si se agregan los atrasos del Instituto de Previsión Social la cifra llega a 1.300 millones, que equivalen al 1,9% del PIB, lo mismo que se reporta como déficit para todo el ejercicio.
Asimismo, no se ha avanzado en las reformas en el campo de la seguridad social, lo cual amenaza con constituirse en una presión insostenible sobre las finanzas públicas en el mediano plazo. Dos años después de promulgada la ley se acaba de nombrar a una superintendenta de Pensiones, que tendrá que lidiar con una alarmante situación en el IPS, en tanto que ni siquiera se ha presentado un proyecto para contener el déficit galopante de la Caja Fiscal. Es difícil esperar cambios profundos en estas áreas políticamente complicadas cuando ya ha comenzado el proceso electoral y se han producido las primeras fisuras en la unidad oficialista.
La economía está creciendo y eso es bueno, pero los cuellos de botella siguen allí, los problemas se han agravado y el país no se ha preparado para cuando cambien las tendencias. A este Gobierno le tocaron las condiciones ideales para hacerlo y no lo ha hecho. Ahora puede que ya sea demasiado tarde.