En diciembre de 1853, el escultor Benjamin Waterhouse Hawkins, famoso por el aterrador realismo (de acuerdo a la ciencia de la época) de sus reproducciones de tamaño natural de gigantescos reptiles extintos de las eras Paleozoica, Mesozoica y Cenozoica expuestas en el Crystal Palace de Londres y realizadas en colaboración con el paleontólogo Richard Owen –creador del neologismo «dinosaurio» (del griego deinos, «terrible», y sauros, «lagarto») en 1842–, invitó a veintiún científicos, académicos y periodistas a participar de un banquete de Nochevieja dentro de un iguanodonte.
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Aquella reunión del 31 de diciembre quedó eternizada en una ilustración que aparecería el 7 de enero del nuevo año, 1854, en la página 22 de The Illustrated London News. Vemos en ella a los veintiún ilustres comensales cenando animadamente en el interior de un monstruo de varios metros de altura en alguna parte del Palacio de Cristal mientras los camareros les sirven los manjares y bebidas a la luz de los candelabros.

Entre los participantes de la cena que aparecen mencionados en la crónica publicada en The Illustrated London News estaban «el profesor Owen [Richard Owen, Lancaster, 1804 - Londres, 1892], el profesor E. Forbes [Edward Forbes, Isla de Man, 1815 - Edimburgo, 1854]; el geólogo Mr. Prestwick [sic: Joseph Prestwich, Pensbury, 1812 - Shoreham, 1896] y Mr. Gould [John Gould, Dorset, 1804 - Londres, 1881], el célebre ornitólogo» (1).
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Se conservan ejemplares del menú de aquel festín de Año Nuevo, gracias a lo cual sabemos que los ilustres invitados tomaron, entre otras delicias, sopa de falsa tortuga. Unas palabras sobre este platillo. Desde que a principios del siglo XVIII los exploradores las encontraron en las Indias Occidentales, las tortugas marinas se volvieron tan codiciadas para hacer sopa que casi se extinguieron, a fuerza de ser cazadas indiscriminadamente. Hubo, entonces, que inventar un sucedáneo, y así nació la sopa de falsa tortuga, mock turtle soup, con sabor a tortuga pero hecha a base de cabeza, patas y rabo de ternera. Por eso, amables lectores, la Falsa Tortuga (Mock Turtle) de Lewis Carroll en Alicia en el País de las Maravillas tiene cabeza, patas y rabo de ternera.
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También disfrutaron los veintiún comensales de un pastel de paloma, esa golosina medieval que en La leyenda de Sleepy Hollow hace soñar despierto a Ichabod Crane, cuya glotona mente, según relata Washington Irving, no puede ver una bandada de esas cándidas aves sin imaginárselas «cómodamente acostadas en un acogedor pastel», y que en Juego de Tronos es el último bocado que, el día de su boda, prueba el desventurado rey Joffrey Baratheon segundos antes de morir atragantado entre horribles estertores.
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Se sirvieron, además, sopa de liebre, bacalao en salsa de ostras, rodaballo a la holandesa, cotolettes de moutonaux, currie de lapereaux au riz, mayonesa de lenguado y, por supuesto, faisán, además de dulces como bavaroise, charlotte rusa, nougat a la chantilly y buisson de merengue, todo regado con vinos de jerez, madeira, oporto, mosela y clarete.

El «palacio» donde se celebró aquel banquete merece también unos breves párrafos. Los amantes del anime seguramente lo recordarán como uno de los escenarios principales del largometraje japonés Steamboy, de 2004, clásico de ciencia ficción steampunk del mangaka Katsuhiro Ōtomo –creador de esa joya de culto que es Akira (historia publicada como manga en 1982 y llevada al cine en 1988)–. Verdadera síntesis arquitectónica del espíritu prometeico y la materialidad arrolladora de la Revolución industrial, todo él de hierro y vidrio, todo en él pensado y levantado a gran escala, el Palacio de Cristal –el Crystal Palace– es blanco de las insistentes burlas del sombrío narrador de Dostoievski –que lo considera un pomposo síntoma de optimismo absurdo, todo orden y armonía, es decir, un espacio enteramente contrario a la naturaleza humana porque en él no tienen representación ni cabida el error ni el sufrimiento– en las Memorias del subsuelo.
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Dostoievski no llegó a ver el súbito final de aquel símbolo de un tiempo que ya llegaba a su ocaso. La noche del 30 de noviembre de 1936, sir Henry Buckland, encargado y supervisor del Crystal Palace, su perro y su hija Crystal –no por azar llamada así, como los lectores habrán adivinado–, que estaban paseando cerca del lugar, notaron un resplandor rojo en el interior de una de las oficinas. Buckland entró de inmediato y se encontró con dos de sus empleados intentando apagar un pequeño incendio que rápidamente se extendió. Llamaron apresuradamente a los bomberos, que acudieron en docenas y docenas de camiones, pero no pudieron extinguirlo. Fue uno de los mayores incendios de Londres. En unas horas, el Palacio de Cristal quedó reducido a escombros y cenizas. Cien mil personas acudieron a Sydenham Hill para presenciar el fuego. Entre ellas se encontraba Winston Churchill, que solo comentó:
–Es el fin de una era.
En los jardines del parcialmente restaurado Crystal Palace se conservan hasta hoy veintiuna de las enormes estatuas de animales prehistóricos construidas con rigurosa fidelidad a los conocimientos científicos disponibles a mediados del siglo XIX por el artista y zoólogo londinense Benjamin Waterhouse Hawkins, incluyendo la de aquel colosal iguanodonte de treinta toneladas que albergó en su interior una de las cenas de Nochevieja más estrafalarias de la historia. ¡Feliz Año Nuevo a los fabulosos lectores que siempre nos acompañan desde todas las esquinas de la galaxia!

Notas
(1) «The Crystal Palace, at Sydenham». En: The Illustrated London News, volumen 24, número 662, página 22. Publicado el 7 de enero de 1854. (Traducción: Crononauta).
