Sergio Ramírez y Roa Bastos

No hay dictaduras originales. Todas se parecen. Se copian las unas a las otras. Carecen de imaginación. Los pretextos para reprimir son todos iguales. Están unidas por el mismo miedo a la palabra, a las ideas que no broten de ellas mismas.

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El dictador de Nicaragua, Daniel Ortega, evita que el celebrado escritor, Sergio Ramírez, regrese a su país salvo que decida inmolarse en alguna mazmorra. El destino de Ramírez es el mismo que el de Augusto Roa Bastos en los tiempos del estronismo.

Nuestro máximo escritor fue expulsado de su país en 1982 luego de confesar que venía a quedarse para siempre. Una mañana la policía lo alza en una camioneta y lo tira en Clorinda sin documentos y ni un centavo. La dictadura quería humillarle, demostrarle que no es la inteligencia –que suele ser libre- la que manda sino la fuerza bruta en nombre del orden y de la paz.

La dictadura creyó que con aquel acto bestial descansaría de la presencia y de las ideas de Roa. Su primer fracaso comenzó cuando se difundió la fotografía tomada por Jesús Ruiz Nestosa. Muestra al ilustre escritor, de espalda con un malentín, tomar el camino del destierro. ¿Qué había hecho para que se le aplicase tan severo castigo? Nada y todo. Se reunía con los estudiantes para hablarles de literatura.

Al poco tiempo, desde Madrid, España, Roa se dio el gusto de responder a la dictadura. La prensa europea estaba a su disposición. Se dio a la tarea de relatar lo que pasaba en “el corazón de América”. Y lo que pasaba fue una revelación para muchos países que vivían en la ignorancia de la vida cotidiana en el Paraguay de Stroessner. Fue cuando Roa creó una frase que sintetizó el momento político, " Tiranosaurio”, para referirse a los muchos años en el poder y a los procedimientos del dictador.

Stroessner quiso castigar la palabra y la palabra lo sepultó.

Daniel Ortega, que va camino a convertirse en otro tiranosaurio de Nicaragua, echa mano al más fácil de los procedimientos para, supuestamente, librarse de otro talentoso escritor, Sergio Ramírez, manteniéndolo en el exilio.

Sergio Ramírez ha sido vicepresidente en el primer gobierno de Ortega (1985-1990) luego del triunfo de la revolución sandinista sobre otro dictador de raza, Anastasio Somoza, que encontraría la muerte en Asunción. Fue asesinado, a la sombra del asilo que le regaló Stroessner, el 17 de setiembre de 1980, en la calle España.

Roa Bastos y Ramírez están unidos también por el Premio Cervantes. A igual que nuestro escritor, en su momento, el nicaragüense está envuelto en la solidaridad de sus colegas escritores de todo el mundo y de sus cientos de miles de lectores, muchos de los cuales ahora están enterados del régimen dictatorial que agobia a Nicaragua.

El lunes, en Madrid, Ramírez fue ovacionado en un acto público donde se habló de literatura. También de su imposibilidad de regresar a su país. Está acusado por la fiscalía de la dictadura de “realizar actos que fomentan e incitan al odio y la violencia”. Como se ve, el motivo es el mismo que usan las tiranías para perseguir a los hombres libres.

“Tongolele no sabía bailar” es la última novela de Ramírez, inspirada en las protestas de 2018, reprimidas por Ortega con la muerte de cientos de sus compatriotas.

“Las únicas armas que tengo –se defiende Ramírez- son las palabras y nadie me va a silenciar”.

Esas únicas armas son las más temidas por los dictadores.

alcibiades@abc.com.py

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