La anunciada decisión del Gobierno de imponer nuevas restricciones a la concurrencia a eventos únicamente puede interpretarse como un simple afán de autojustificarse y eludir responsabilidades. Solo así se explica que insista en medidas probadamente ineficaces, que solo afectan a un reducido sector formal, con un impacto mínimo en la reducción de contagios de covid, a sabiendas de su nula capacidad de controlar su cumplimiento general, en vez de concentrarse y dedicar todos sus esfuerzos en lo que sí tiene que hacer con suma urgencia, que es terminar de vacunar a la población cuanto antes.
El problema no radica en el aforo permitido para eventos y espectáculos, mucho menos los del sector formal, que son los únicos que van a cumplir y representan una porción insignificante de las potenciales aglomeraciones que supuestamente se pretenden evitar. El problema está en el transporte público, en los mercados, en los supermercados, en los lugares de trabajo, en los barrios, en las reuniones privadas, en las actividades de la gente en general, y ha quedado ya suficientemente claro que es insostenible e inaplicable querer detener el funcionamiento de la sociedad de manera prolongada.
Obviamente que un hipotético confinamiento total impediría la propagación del virus, de la misma manera que no habría accidentes de tránsito si se prohibiera el uso de vehículos. El pequeño detalle, además de que el Gobierno no puede hacerlo cumplir, es que es económica y socialmente inviable. Es por ello que se ha dejado de hacer en prácticamente todo el mundo, excepto, parcialmente, en regímenes ultratotalitarios como China Popular. Con mayor razón en un país como el nuestro, donde un altísimo porcentaje de la fuerza laboral se desempeña en el sector informal o cuasi informal, o por cuenta propia, lo cual implica que si la gente no sale a buscar sus ingresos, literalmente no come.
Ahora bien, si el confinamiento no es total, como no puede serlo, no sirve para nada, como lo prueban los 16.800 muertos por covid que ha habido en Paraguay pese a las restricciones ininterrumpidas que se han intentado aplicar, con mayor o menor rigurosidad, desde el inicio de la pandemia. Decirnos ahora que reduciendo al 80% el aforo de los eventos va a hacer alguna diferencia es un absurdo que ofende la inteligencia.
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En cambio, está sobradamente demostrado que la vacunación sí es segura y efectiva y que reduce drásticamente la probabilidad de muerte (de cada mil contagiados muere un vacunado y once no vacunados). Sin embargo, hay todavía más de 3.500.000 habitantes en Paraguay que no tienen ni una sola dosis y están, por tanto, expuestos a un serio riesgo en esta nueva oleada de contagios, por la alta velocidad de diseminación de la cepa ómicron.
Esta administración ya fracasó el año pasado en esta área crucial de la salud pública, con las trágicas consecuencias por todos conocidas, por lo que es absolutamente imperdonable que esté volviendo a fracasar ahora, por mucho que traten de convencernos de lo contrario. Como gran cosa, en la conferencia de prensa semanal del pasado viernes se informó que la vacunación anticovid había llegado al 48% de la población con al menos una dosis y que, dentro de ese porcentaje, había aumentado un poco el número de personas con dos o más dosis. No es una cifra para jactarse, sino para avergonzarse.
Por un lado, prácticamente no se ha avanzado nada en los últimos meses, ya que la población vacunada era de 46% en noviembre. Por otro lado, Bolivia ha vacunado al 56%, Perú al 74%, Colombia al 77%, Brasil al 78%, Ecuador al 81%, Uruguay al 82%, Argentina al 86%, Chile al 91%, y aun Venezuela afirma haber llegado al 67%, aunque sus cifras oficiales no son recogidas por los organismos internacionales por falta de credibilidad. Como se puede observar, todos en la región vacunaron muchísimo más que Paraguay, pese a ser el segundo país menos poblado de Sudamérica.
Peor aún, todos están mucho más adelantados en la vacunación pediátrica, mientras aquí apenas ha progresado entre los mayores de 12 años y todavía ni ha comenzado entre los más pequeños. La inmunización de niños desde 5 años ya fue aprobada por organismos científicos en el tercer trimestre del año pasado, pero evidentemente el Gobierno no previó la compra a tiempo. ¿Acaso no sabía que en febrero tenían que comenzar las clases? En cambio, Chile comenzó a vacunar a los niños en septiembre, Argentina y Ecuador en octubre, Colombia y Venezuela en noviembre, Bolivia en diciembre, Brasil, Perú y Uruguay a principios de enero.
Es en la campaña de inmunización donde el Gobierno debe conseguir perentoriamente un rápido y contundente impulso, cueste lo que cueste, sin excusas, en vez de perder el tiempo en disparates para disimular su inoperancia.