En nuestro país, después de la violencia familiar, los hechos punibles contra la propiedad son los más frecuentes. Según datos del Ministerio Público, difundidos por la prensa, entre enero y septiembre de este año se denunciaron 58.230 casos de hurto y de robo, la gran mayoría de ellos cometidos en la capital y en el departamento Central. Si además se estima que solo se reportaría formalmente el 30% de dichos delitos, resulta que es considerable el riesgo diario de ser víctima, con o sin el uso de la fuerza.
Los asaltos callejeros, muchas veces bajo el influjo de la drogadicción, inciden en la constante “sensación” de inseguridad, que, ante la indefensión, puede inducir a las víctimas o a terceros a reaccionar haciendo “justicia por mano propia”. La Constitución garantiza la legítima defensa y el Código Penal dice que no obra antijurídicamente quien realiza un hecho punible cuando esa conducta sea “necesaria y racional para rechazar o desviar una agresión a un bien jurídico propio o ajeno”.
Conviene recordarlo tras el reciente atraco sufrido en Asunción por una mujer, a plena luz del día: intervino un repartidor a domicilio, que puso en fuga a los dos motoasaltantes: él los persiguió, los atropelló y ultimó a uno de ellos, con un arma, en tanto que el cómplice fue capturado poco después; este tenía antecedentes penales y medidas alternativas a la prisión preventiva, al igual que el occiso, quien había sido detenido a fines de octubre por conducir una motocicleta robada, según el informe policial.
El cumplimiento de las medidas alternativas a la prisión, como el arresto domiciliario y el deber de someterse a la vigilancia de cierta persona o institución, escapan en la práctica a un control efectivo. No sirven necesariamente para impedir que el sospechado siga delinquiendo, sino, según la ley, para asegurar su comparecencia al proceso penal o el cumplimiento de la sanción. Ambos delincuentes estaban en libertad, seguramente con la creencia de que podían seguir ejerciendo su oficio porque no habían sido condenados, de lo que se desprende que la inseguridad reinante tiene que ver también con la arraigada morosidad judicial.
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En vista de la tremenda inseguridad reinante, y para evitar que la gente se prepare a tomar justicia por mano propia, es preciso que el Estado se esfuerce por ejercer el monopolio de la fuerza legítima, que le corresponde por esencia, evitando que los particulares crean oportuno tomar la ley en sus manos, al sentirse desamparados o hartos de observar la impunidad con que actúan los maleantes. Para ello, hay que mejorar cuantitativa y cualitativamente los cuadros de la Policía Nacional, que en los dos últimos años, incorporó a diez mil nuevos agentes, siendo de esperar que hayan tenido una buena formación profesional y que se les haya inculcado ciertos valores, como la honestidad y la dedicación, es decir, que se les haya hecho saber que los malhechores uniformados ya no son bienvenidos. Es de desear que los nuevos agentes no pasen a ser parte del problema, en vista de la frecuencia con que salen a escena los “polibandis”. En efecto, es indispensable que la institución encargada, entre otras cosas, de preservar la seguridad de las personas y de sus bienes, así como de prevenir los delitos, se muestre en las calles y esté libre de toda sospecha de complicidad con la delincuencia. La Policía Nacional y el Ministerio Público deben ganarse la confianza de la gente, para que estén mejor informados de los hechos punibles que se cometen. Si en su gran mayoría estos no son denunciados es porque la gente cree que sería inútil hacerlo, con la consecuencia de que los datos oficiales acerca de los índices de criminalidad son irreales.
Lo antedicho habrá permitido al entonces candidato presidencial Santiago Peña decir en marzo de 2023 que, dejando de lado las zonas fronterizas, el Paraguay tiene “un índice de criminalidad de países nórdicos: muy bajo”. Lo cierto es que ese índice resultaría bastante alto si la ciudadanía estimara que vale la pena dar a conocer a los órganos competentes los delitos perpetrados habitualmente contra la propiedad. La penosa cuestión es que les falta credibilidad, es decir, que se pueda confiar en ellos para que brinden protección y persigan a los delincuentes con la eficiencia debida. Si no es mucho lo que se puede esperar de ellos, siempre habrá quienes, lamentablemente, prefieran actuar por propia iniciativa, extremo que se debe evitar a toda costa.