El Domínguez cosmopolita

Del sentido del humor y el cosmopolitismo que impregnan los ensayos histórico-literarios –sobre el Renan pesimista y El Cuervo «Nevermore» de Poe, entre otros temas– de Manuel Domínguez (1868-1935), un autor cuya lectura desbarata –este año del sesquicentenario de su nacimiento– su usual encasillamiento como nacionalista patriotero.

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Mis oídos perdidos entre Los Bobby Soxers y Gian Francesco Malpiero mientras mis ojos siguen a Domínguez en una edición conmemorativa, del Fondec, de sus escritos históricos y literarios, volumen muy pertinente para poder abarcar todo el espectro de sus trabajos y evaluar sus líneas de fuerza predominantes, su invariante ideológica, y acaso amortiguar un poco la andanada de tópicos que historiadores y autores de toda laya e intereses –como, por mencionar dos, pillados al azar, a modo de ejemplos de tal consenso académico, Fuentes Armadans (en La maldición del legionario) y Milda Rivarola (en Pensadores y corrientes políticas del Paraguay)– suelen propinar a Domínguez hasta terminar acorralándolo entre los estrechos límites de un estatus de mero adalid del nacionalismo cuadrado y anacrónico, sin pretender perfilar una imagen de hombre de letras menos previsible, más contradictoria, más ambigua.

No se puede tachar de nacionalista patriotero a un autor que se regodea en varias páginas divagando sobre las ideas de Renan, autor caro al Nietzsche de El Anticristo, sobre todo (su Vida de Jesús es de cabecera para entender esa obra que se precia de dinamitera). No se puede encasillar tout court con la etiqueta hoy valle y váira de nacionalista patriotero a alguien que pierde su precioso tiempo de vicepresidente y de defensor de los derechos del Paraguay sobre los territorios chaqueños en fantasear con Edgar Allan Poe, autor de los escritos más pesimistas de la historia de la literatura occidental. Si hacemos un vulgar rastreo y captura de nombres en sus ensayos, veremos estupefactos que predominan las plumas de raigambre foránea, europea, universal: Taine, Mallarmé, Rimbaud, Montesquieu, Voltaire, Joubert, La Bruyère, Emerson, Ruskin, Chateaubriand, Poe, Renan, Hoffmann, Marlowe, Garcilaso de la Vega el Inca, Walter Scott, Spencer, Luciano de Samósata, Víctor Hugo, Schiller, Allan Kardec, Maeterlinck (nos cuenta que el libro de cabecera de Alejandro Guanes era La inteligencia de las flores), Amado Nervo, Rubén Darío, Valle-Inclán (es más lector de las Sonatas que de los esperpentos proto-absurdos de Luces de Bohemia), Flaubert, Schopenhauer, Remy de Gourmont, Lemaître, Lamennais, Anatole France, Mitre, Tolstoi, Sainte-Beuve, Goethe, Musset, Groussac, Pascal, D’Alembert, Nietzsche, Strauss, Creuzer, Max Müller, Zola (menciona su defensa del caso Dreyfus)…

Que un vicepresidente de la república paraguaya (del presidente colorado Escurra, periodo 1902-1904) maneje tal bagaje de información cultural, hoy (¡Afara durante el cartismo, o Velázquez ahora, durante el marioabdobenitezismo, no sobresalen por sus jactancias intelectuales!) sería, como mínimo, sorprendente. Si hemos de recurrir al viejo método de marcar a los autores, me parece más preciso el término afrancesado en el caso del novecentista Manuel Domínguez. Afrancesamiento, por cierto, muy común en la región a lo largo de todo el siglo XIX, hasta el inicio de su época de escritor (circa 1890). Simbolista subtropical podría ser otro tag. O simbolista que habla guaraní («Dicción cincelada con infinito cuidado. Los que no pulen su estilo mueren sin producir una frase eterna. El verdadero artista sabe que un vocablo mal colocado estropea el más hermoso pensamiento e impide el contagio de la emoción divina y que, al contrario, las palabras cobran una energía soberana cuando están soberanamente ordenadas. Ubicad con astucia las palabras inspiradas, y caerán rutilantes, temblorosas, como gotas de luz sobre el papel»). Un barthesiano ante literam (1).

Para enredar aun más la silueta huidiza de Domínguez, citemos a Meliá (La lengua guaraní del Paraguay), para quien estaba, sin embargo, imbuido del espíritu moderno, lo que le llevó en 1894, siendo ministro de Educación, a denunciar el guaraní como el gran enemigo del progreso cultural del Paraguay…

También desbarata cualquier esquema tradicional dicotómico que este afrancesado ensalzara el alma de la raza paraguaya, o que, siendo nacionalista a ultranza, tuviera gran participación en el gobierno del presidente liberal y legionario Benigno Ferreira, o que, siendo demócrata, apoyara a Albino Jara, o que, considerado más paraguayo que la mandioca, fuera a la vez antifrancista declarado, o que, en fin, como diputado nacional, defendiera al anexionista pro kurepa de José Segundo Decoud, etc.

Uno de los ensayos más deliciosos del libro, su reseña (1901) de La Atlántida, firmada por un tal Dr. Diógenes Decoud, a quien maltrata despiadadamente por ser «mal etnólogo y no mejor historiador», me hizo caer de risa, sobre todo en una sección, digamos lexical-lingüística, en la que nos desgrana el rosario de terminachos a los cuales es afecto el Dr. Decoud –censura que nos remite directamente a Stendhal (a quien al parecer no leyó nuestro Domínguez), que dio con un varapalo hemói a todo aquel que buscara en el estilo, antes que la precisión, el alargamiento abusivo y el amaneramiento de la frase, usando (es su ejemplo) el ñembo poético y cursi «corcel» en vez del elemental y de uso corriente «caballo»: «Me parecía absurdo que se usara corcel en vez de caballo. Llamaba a eso hipocresía. Racine era un vulgar hipócrita» (en Vida de Henry Brulard)–:

«Apocastasia, hipermétrope, icono, simbiosis, eutanasia, ancestral, verandah (este terminajo lo usa 6 veces), instilar, epinicio, etc. Todos estos términos y mil más hormiguean en el libro. Creo a eso se llama cataglotismo (…) En la primera edición dijo que los payaguás eran anfibios (…) El Dr. Decoud no dice mariposa sino lepidóptero, ni chala (linda voz quichua) sino espata, ni gusano de luz sino lámpiro, ni cocuyo (o muã, en guaraní) sino elatérido, ni enredadera sino galaripos, ni yerba mate sino ilex paraguayanis, ni planta acuática sino ninfácea, ni mosquito sino díptero».

Su cosmopolitismo queda meridianamente expuesto en especial en dos de los ensayos: uno breve, sobre la traducción del poema de Edgar Allan Poe El Cuervo hecha por su amigo Viriato Díaz Pérez (cuando homenajea al poeta Alejandro Guanes al momento de su muerte, recuerda que fue nada menos que traductor del Ulalume, del mismo Poe), y, más extenso y sobre Renan, otro cuyo principio organizador es el cotejo del pesimismo del franxute con el paradigmático de Schopenhauer.

De su escrito sobre Rafael Barrett sacamos en limpio (además de ver que no se picha ante la indiferencia que demostró el malogrado periodista peninsular por nuestro héroe máximo, mártir de la Guerra Guasu, el Mariscal) que no le emocionaba su perfil de justiciero xa xa xa (2), paladín de los oprimidos, que su cartón atã haya sido pelear por el débil, que fuera un adocenado pregonero de la redención social ni que intentara una y otra vez apuñalar al burgués con su pluma, sino esa fiebre con que la cercanía de la muerte le inoculó un pesimismo casi cósmico (cercano al del Jean Paul del Lamento de Shakespeare muerto de 1789 y del Discurso del Cristo muerto de 1796 y a las Nachtwachen des Bonaventura, Las Vigilias de Bonaventura, de 1804, obra atribuida hoy a August Klingemann pero a la que alguna vez la duda sobre su autoría anónima hizo girar en danza de nombres prestigiosos muy cercanos al Romanticismo alemán, como Schelling, Lichtenberg, Hoffmann, Brentano, Goethe…):

«Sufrimos de lo que quizás las bestias no sufren, de la imagen de nuestro cuerpo convertido en podrida carroña, de nuestra pupila cerrada para siempre por la gusanera, nuestra boca, que tembló contra la boca de la mujer, y gritó al sol, condenada a comer lodo en el negro sumidero. Los que se han inclinado sobre el abismo y aseguran haber oído unas respuestas, no oyeron sino el eco de sus propios sollozos».

Notas

(1) Para Barthes, la literatura, en última instancia, se puede reducir a la acuñación de bellas frases.

(2) «El Justiciero xa xa xa / que otra cosa puedo dar…» (Os Mutantes, Jardim Elétrico, 1971).

Manuel Domínguez

Estudios históricos y literarios

Asunción, Fondec, 2010

225 pp.

kurubeta@gmail.com

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