El alcohol y la política

A nadie debería importar que una persona, encerrada en su domicilio, beba alcohol hasta reventar. Es su vida privada y debe ser respetada. Ahora bien, esta protección a la privacidad caduca cuando los actos de esa persona alcohólica trascienden su hogar e influyen en la política, por ejemplo. Se sabe que los efectos del alcohol son devastadores en la toma de decisiones.

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Muchos acontecimientos dramáticos o trágicos se originan en una ronda de tragos. Se actúa o se hacen proyectos con la cabeza sumida en el sopor de la bebida. Se borra la razón y queda el instinto.

El alcohol no hace bueno ni malo al borracho: descubre su naturaleza, la amplifica. Lo que normalmente se quiere ocultar, el alcohol lo destapa, desnuda el alma.

En nuestro país se bebe mucho, la Patrulla Caminera lo sabe; esto en lo general que se extiende a lo particular, como la clase política. Basta con ver el cumpleaños de algún jerarca donde la lengua se suelta en delirantes elogios al agasajado. Estos discursos disparatados se diluyen, generalmente no dejan huellas. El problema es la decisión que se toma en ese estado vaporoso que suele tener efectos infortunados para el resto de la gente.

Suceden hechos, se dicen cosas, que solo pueden originarse en una mente perturbada por el alcohol. Nadie, en su sano juicio, pondría de patas para arriba al Congreso de la República, al Poder Judicial, al Ministerio Público.

El celebrado historiador griego, Herodoto (484 – 420 a. de C) es el autor de “Los nueve libros de la historia”. En el Libro I, nos cuenta: “Los persas son muy aficionados al vino (…) después de bien bebidos, suelen deliberar acerca de los negocios de mayor importancia. Lo que entonces resuelven, lo propone otra vez el amo de la casa en que deliberaron, un día después; y si lo acordado les parece bien en ayunas, lo ponen en ejecución, y si no, lo revocan. También suelen volver a examinar cuando han bebido bien aquello mismo sobre lo cual han deliberado en estado de ebriedad”.

¡Sabios los antiguos persas! Les guiaba la prudencia, la idea de que el alcohol pueda llevarlos por un camino sin retorno. No cabía en ellos el frívolo consuelo de “lo hecho, hecho está”, ante una desgracia. La previenen con el sencillo expediente de examinar lo acordado cuando de nuevo están sobrios. ¡Estar sobrios! He aquí la cuestión. ¿Están sobrios nuestros borrachos cuando dejan de beber por algunos instantes? ¿No será que siguen con la mente desquiciada como en las madrugadas húmedas de whiskys?

“El alcoholismo es una enfermedad progresiva que si no se detiene con una abstinencia total, lleva inevitablemente al deterioro de la salud y de la capacidad para funcionar, normalmente, de la víctima”.

Esta incapacidad para funcionar normalmente dura muchos años. Mientras tanto, el alcohólico con poder económico y político cree que sus actos son lógicos y legítimos. No percibe el enorme daño que causa a las instituciones democráticas con su ceguera mental y moral.

Detrás de un acto escandaloso, de un gesto prepotente y vengativo, está la fuerza destructiva del alcohol. No es posible que nadie, en estado normal, ordene –por dar un ejemplo- restituir fueros parlamentarios para evitar una acción judicial que busca esclarecer un caso de lavado de dinero proveniente del narcotráfico y otro, el origen de un título de abogado cuyo titular –único caso en el mundo- no ha tenido profesores ni compañeros de estudios.

De imitarse el ejemplo persa, se ahorrarían muchas penalidades al país, a su imagen, a sus instituciones republicanas. Las decisiones que se toman en las prolongadas noches de alcohol, deben ser sometidas al día siguiente a un riguroso examen en el supuesto de que se ha recobrado la sobriedad. Siempre hay tiempo para detenerse ante la tentación de ejecutar una venganza. El problema es cuando el alma está enferma.

alcibiades@abc.com.py

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