El undécimo episodio de la segunda temporada de la recordada sitcom estadounidense The Big Bang Theory, el físico teórico Sheldon Cooper se encuentra con un inesperado problema: su vecina, Penny, comenta que le ha comprado un regalo de Navidad.
–Ay, Penny –le reprocha–. La costumbre del intercambio de obsequios se basa en la reciprocidad. No me has hecho un regalo: me has impuesto un deber. Ahora yo tengo que comprarte algo de valor equivalente. ¡No me extraña que las tasas de suicidio se disparen en esta época del año!
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Así que Sheldon, con sus amigos el ingeniero Howard Wolowitz y el astrofísico Raj Koothrappali, irrumpe en una tienda de regalos llena de canastas con velas aromáticas, sales de baño y jabones perfumados. ¿Cuál llevar? Sheldon intenta descifrar los regalos como signos de un código social escondido. ¿Qué mensaje, considerando el contexto de su relación con Penny, transmitirá si elige la canasta más grande? Se enfrenta a la complejidad de la mercancía, esa forma histórica de la cosa. ¿Qué implicará que le regale una mediana? ¿Y que le compre la más pequeña? ¡Todo lo que esconden esos objetos envueltos en papeles de colores y adornados con moños! Vida, trabajo, tiempo, beneficios, la violencia de aquella acumulación originaria –la urspringliche Akkumulation– que es el núcleo trágico de nuestro propio mundo.
Y muerte, claro. Como la de Mary Anne Walkley, que en 1863 regaló a los diarios de Londres un gran titular: Death for simple Overwork (Muerte por simple exceso de trabajo). La obrera de 20 años había trabajado sin pausa 26 horas y media, hacinada con otras decenas de mujeres en una pieza sin aire de un taller de costura. «Y era una de las mejores casas de moda de Londres», anota Marx en el primer tomo de El Capital, que en 1864 llevó personalmente a Hamburgo, donde lo entregó al editor Otto Meissner, para esperar en casa de sus amigos los Kugelmann, en Hannover, las primeras galeradas.
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Aquel tomo salió de imprenta en septiembre de 1867. Meses después, en Nochebuena, su esposa, Jenny Von Westphalen, le escribía a Ludwig Kugelmann desde Londres para agradecerle el regalo de Navidad que les había enviado:
«Anoche estábamos todos en la planta baja –aquí en Inglaterra está destinada a la cocina, de donde los creature comforts suben hacia las regiones superiores– y preparábamos con mucho cuidado el Christmas pudding. Estábamos limpiando las pasas (trabajo pesado y aburrido), picando las almendras, las cáscaras de naranja y limón, aplastando la grasa para atomizarla y, con todos estos ingredientes, más la harina y los huevos, amasando un extraño pot-pourri; de pronto, tocan a la puerta, una máquina se detiene, pasos misteriosos suben y bajan, un murmullo, unas voces recorren la casa, y finalmente se oye desde arriba: “Ha llegado una gran estatua”».
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El regalo navideño que viajó de Hannover a Londres era un busto de Júpiter Tonante que, según Ludwig, se parecía a Karl. Quizá ese símbolo de autoridad que adoptaba, como todo en nuestra sociedad, la «forma mercancía» se parecía, no obstante, más a Ludwig, cuyo despacho había adornado antes y de quien Marx terminó distanciándose por la prepotencia que, cual Júpiter Tonante, mostraba hacia su esposa, Gertrude, a la que nuestro filósofo tenía en alta estima –«Atormenta a la pobre mujer, que es en todos los aspectos su superior, de la manera más repugnante», escribió el «Moro»–.

En la tienda de regalos, Sheldon se encuentra cara a cara con esas puntas del iceberg de lo incomunicable que son las mercancías. ¿Cómo elegir algo equivalente a lo que le ha comprado Penny si no sabe qué le ha comprado Penny? Decide entonces llevar una canasta de cada tamaño, recibir su regalo de manos de Penny, abrirlo, volar a su pieza so pretexto de una indisposición, guglear el precio, elegir la más cercana en costo, volver y dársela a Penny (y devolver todas las demás canastas posteriormente a la tienda para pedir el reembolso). Al conformarse –algo raro en ese enemigo de la imprecisión– con lo más cercano en precio al regalo que Penny ha comprado para él, Sheldon reconoce implícitamente que en el terreno de las mercancías la reciprocidad perfecta es imposible: si el capital impone como medida universal los términos cuantitativos del dinero, la arbitrariedad imperará necesariamente en los criterios valorativos.
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Y esto en todos los ámbitos, desde –como Sheldon sabe– la academia –donde mediocres con montañas de artículos en publicaciones indexadas tienen más estatus que genios que no han publicado nada en revistas «serias»– hasta el arte –donde una firma multiplica precios sin importar en qué garabato se estampe–, pasando por las canastas de la tienda. ¿Hay algún fundamento en las cualidades intrínsecas de las cosas para fijar sus precios? La misma pregunta es pura metafísica. En todo caso, sabemos que la valoración de cuanto se presenta bajo la forma mercancía omite lo incuantificable, y que, por ende, el precio de eso que queda fuera, aunque sea el sentido mismo de la existencia de la cosa tasada, es cero. Cero euros, cero guaraníes, cero dólares. El cero resume la derrota de lo cuantitativo ante ese fenómeno de exceso que ni siquiera se deja explotar como plusvalía, a tal punto es –parafraseando a Wilde– perfectamente inútil.

El día de Navidad, tocan a la puerta del departamento que Sheldon comparte con el físico experimental Leonard Hofstadter, y entra Penny, que por fin le entrega a Sheldon su regalo. «Ah, una servilleta», sonríe Sheldon con alivio al abrirlo y descubrir que no es algo caro. «Dale la vuelta», dice Penny, y Sheldon se apoya en la pared al encontrar una dedicatoria: «Para Sheldon: larga vida y prosperidad –lee en voz alta, conmocionado–. Leonard Nimoy». «¡Sí, vino al café! Perdona que la servilleta esté sucia; se limpió la boca con ella», sonríe Penny. «¡¡¿Tengo el ADN de Leonard Nimoy?!!», prorrumpe Sheldon, temblando. «Bueno, supongo que un poco –responde Penny, sin entender el motivo de tanta emoción–. ¡Pero mira, la firmó!».
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Gritando: «¡Vuelvo enseguida!», Sheldon corre a su habitación mientras Leonard y Penny intercambian sus regalos y conversan en el sofá. Cuando Sheldon reaparece cargado con todas las canastas, pequeñas, medianas y grandes, de la tienda, enorme montaña multicolor bajo cuyo peso se tambalea, Penny se para de un salto, asustada:
–¡Sheldon! ¡¿Qué has hecho?! –exclama.
–¡Lo sé! –resuella Sheldon con desesperación, dejándolas caer al piso–. No es suficiente, ¿verdad? Toma.
Y la abraza. Se ha materializado un anhelo latente de Sheldon –poseer algo de su ídolo– que sin el impulso de su vecina, mesera del café al que Nimoy fue por azar, no habría cobrado (esa) forma –Penny no solo satisface ese deseo concreto, pues, sino que lo crea–: con su típica falta de reflexión, con sus eternos atajos que le evitan detenerse a pagar el peaje del cálculo, Penny burla la ley interna que reprime el salvajismo de la pura energía psíquica para someterla a la razón. «¡Leonard, mira! –susurra, incrédula–. ¡Sheldon me está abrazando!». Sheldon ha entendido que no existe equivalente económico para un regalo como ese. Así que, correctamente, Leonard Hofstadter responde:
–Es un milagro de Saturnalia.

