Niños muertos

Dos casos de infanticidio en los últimos quince días llenan páginas y titulares de la prensa internacional e inundan las redes sociales. Un hombre se suicidó el martes pasado después de ahogar a sus hijos en la bañera e incendiar su casa; el cadáver de un niño fue encontrado dos semanas atrás en la maletera de un auto. De esta leña se hace fuego en diversas hogueras sin respetar el luto ni la muerte, y menos aún la inteligencia.

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Por un amigo español me entero hoy de una tragedia que enluta a la ciudad de Getafe, en la comunidad de Madrid. Fuego en la noche, cuerpos de niños calcinados, un hombre que se arroja a las vías y es despedazado por un tren en marcha.

Los titulares de la prensa evitan (no sé por qué) el término restricto, filicidio, y prefieren hablar de parricidio, y aun de doble parricidio, que en rigor es el de ambos progenitores (patricidio y matricidio).

Raro, pues para preferir lo así descartado no hace falta ni haber estudiado latín –que yo lo he hecho, aunque estoy fuera de forma porque no practico (tendría que invocar a Cicerón con la ouija, triste sino de las lenguas muertas)–. Bastan barnices de etimología tan leves como los que cualquier chanta, y me incluyo, se monta con dos gugleadas.

Sin llegar a eso, aunque la raíz de parricidium pueda ser pater (padre), parens (pariente) o par (semejante), sabemos que esa ambigüedad se salva con la definición en sentido estricto (asesinato del padre) y lato (de un familiar) de parricidio en español, y aunque la Lex Pompeia extienda el alcance del acto –cuyo único sujeto pasivo era originalmente el paterfamilias– a consanguíneos y cónyuges, la útil distinción medieval entre parricidio propio (del padre) e impropio (de un familiar) se conserva.

No es por eso, sin embargo, que prefiero los términos más precisos, sino porque al hablar de parricidio en Sófocles, por ejemplo, lo hacemos en sentido estricto o propio, no impropio o lato: Edipo es parricida porque mata a Layo. Como al hablar de infanticidio en el relato neotestamentario solemos pensar en Herodes. O como al hablar de filicidio en Eurípides lo primero que nos viene a la mente, por descontado, es una mujer, Medea. Pero dejo aquí esta digresión porque ignoro (en este caso) los motivos por los cuales la prensa elige su léxico.

Antes de la tragedia de Getafe, hace dos semanas, el domingo 11 de marzo, Gabriel, de ocho años, desaparecido en febrero en Almería, apareció, muerto, en la maletera del auto que conducía Ana Julia Quezada, dominicana de cuarenta y tres, pareja del padre y asesina confesa del hijo. Miles de usuarios de las redes procedieron de inmediato a iluminar al orbe con sus ideas, aprovechando la ocasión para cebarse en mujeres y migrantes con abrumadoras muestras de misoginia, racismo y xenofobia los unos, y poniéndose a la altura del clamor con gritos de solidaridad con la asesina los otros. No así, por cierto, Patricia Ramírez, que es (abro el paraguas sobre su cabeza) la madre del niño, y cuya dignidad merece respeto.

El filicidio de Getafe –seguido del suicidio del padre y asesino–, del que poco y nada se sabe aún, tuiteos y posteos lo resolvieron enseguida como un crimen machista y un caso de violencia contra la mujer. De tal precipitación han dado prueba no solo la multitud de usuarios de la red que a opinar se dedican sino también periodistas, autoridades y políticos. No así, por cierto, la alcaldesa de Getafe, Sara Hernández, que es (abro el paraguas sobre su cabeza) feminista y del PSOE, y cuya discreción merece respeto.

Dos infanticidios que saltan a la luz en dos semanas. Gabriel, desaparecido en febrero en Almería, aparece muerto el 11 de marzo; el día de su desaparición lo había asesinado Ana Julia Quezada, pareja del padre desde hacía meses. Y en Getafe, sin explicación aún ni antecedentes que permitan esperar algo así, un hombre mata de pronto a sus dos hijos y se suicida.

La tragedia de Getafe y el ingreso en prisión de la autora de la tragedia de Almería coinciden esta semana, y los comentarios del público han establecido entre ambas un rápido parangón. Abundan las protestas porque el caso de Getafe «no es tan mediático como el de Gabriel» debido, se presume, a que el asesino de Getafe «es español, hombre y blanco, y no migrante, mujer y negra» como la asesina de Almería. A los testimonios de los vecinos del filicida que muestran compasión por él ya que su crimen no encaja, dicen, en su vida de padre ejemplar, por lo que tienden a creer que enloqueció, se les atribuyen móviles espurios o se los descalifica como expresiones de machismo. Se desoye también a la madre y viuda, que niega que se estuvieran separando, afirma que nunca hubo violencia doméstica y pide respeto por su intimidad.

Nadie sabe realmente demasiado sobre estos casos, lo cual nada tiene de malo; lo malo es que nadie parece saber que no lo sabe. Y nadie parece tampoco dispuesto a honrar la propia ignorancia, que puede ser un don. Tal honra requiere dejar de balar a coro las consignas de un rebaño o las del rebaño contrario, callarse y pensar por uno mismo. Sobre el filicidio sí se ha pensado, en cambio, y escrito desde muchos ángulos y disciplinas (entre los abordajes clínicos, uno de los autores más citados hasta hoy es el siquiatra forense Phillip Resnick, que en un estudio de 1969 (1) describió cinco tipos: altruista, sicótico, accidental, por venganza y «del niño no deseado»). Lo que no vuelve más fácil entender el fenómeno: vuelve más fácil entender que no es fácil de entender.

En los subsuelos de la consciencia se esfuma la frontera entre cordura y locura. Son sótanos visitados en sueños que los adultos suelen olvidar cuando despiertan aunque soñando lleguen cada noche más lejos que en la vigilia tanto para lo sublime como para lo siniestro. El impulso a matar a los padres, hijos, hermanos, cónyuges que pulula en los mitos primeros de todas las culturas aún fascina la imaginación con una fuerza que revela nocturna su vitalidad inconfesable.

Menos inquietante es reducir realidades confusas e inciertas a esquemas simples que el consenso social da por válidos. Y que permiten a los indignados dar rienda suelta a su agresividad sin sentir culpa por hacerlo. Al contrario, sintiéndose mejores, superiores: que los malvados les indignen parece probar que son buenos, y que los malvados hayan actuado mal parece volver moralmente plausible atacarlos.

El dolor, sin embargo, merece respeto, y el horror, prudencia, y el suicidio, como el asesinato, como tantos abismos irreparables, es un misterio. Y por lo menos ante misterios tales debería quedar aún algo de sensibilidad, un resto de pudor, un último escrúpulo.

La hegemonía de los valores que respaldan inequidades y que son impuestos con presión social –atribución, tácita o no, de un derecho de propiedad sobre hijos y esposa al padre, censura, abierta o velada, de la mujer que no desea ser madre, etcétera– integra el conjunto de los factores a considerar en estas tragedias (y en todo), pero basar en esa hegemonía o en cualquier otro elemento, por importante que sea, un modelo homogéneo de explicación de actos complejos y únicos es, por decirlo cortésmente, una aberración epistemológica.

Aunque el apresuramiento en hablar de «crimen machista» en el caso de Getafe y el apoyo sesgado en el caso de Almería de parte de medios de prensa, autoridades, políticos, activistas, periodistas y por último hasta usuarios de internet sean atropellos, no pienso sumarme en esta ni en ninguna otra circunstancia a las objeciones retrógradas que intentan devaluar los avances logrados, sobre todo en el último año, por las críticas justas a la discriminación contra la mujer, pero tengo que objetar la irresponsabilidad y el oportunismo de opinar según la tendencia en auge, la demagogia de las figuras públicas y la irreflexión del público.

Y viceversa, claro, la irreflexión de aquellos y la demagogia de este, pues no queda figura que no sea pública y a los políticos, actores de cine y popstars se suman las legiones de usuarios que consagran por igual sus días a montarse, con fortuna o sin ella, una imagen en las redes ante todos esos infinitos espectadores que son también el espectáculo.

Notas

(1) Phillip Resnick: «Child murder by parents: A psychiatric review of filicide», en: American Journal of Psychiatry, vol. 126, n. 3, septiembre de 1969.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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