Tu cerebro y mi belleza

Hoy pasearemos por la historia –desde su ascenso al pico de la popularidad hasta su paulatino declive– de cierta jocosa anécdota cuyos orígenes constan en los archivos de la prensa escrita de las primeras décadas del siglo XX.

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Nada revela tan bien los valores de una sociedad como los chistes que cuenta y todo, en general, lo que la hace reír. Los cambios de actitud en los últimos cien años ante ciertos estereotipos sexuales se reflejan, por ejemplo, en el auge y el ocaso de una famosa anécdota según la cual una mujer –a veces es Marilyn Monroe, a veces es Isadora Duncan, a veces es Ava Gardner…– célebre por su belleza y un hombre –a veces es George Bernard Shaw, a veces es Albert Einstein, a veces es Arthur Miller…– célebre por su inteligencia coinciden en una fiesta y, al ser presentados, sostienen un breve diálogo:

Ella: ¡Oh, usted y yo deberíamos tener un hijo! ¡Imagínese qué privilegiada sería la criatura que heredase su cerebro y mi belleza...!

Él: Nada me complacería más, mi querida señora, pero ¿no sería imprudente arriesgarse tanto? ¡Imagínese que heredase mi belleza y su cerebro...!

Hoy un amigo me preguntó si la conocía. Sí, yo la he escuchado contar alguna vez, con Ava Gardner y Albert Einstein en los papeles estelares, reparto que, por cierto, nunca me convenció –¿tan incauta Gardner, tan grosero Einstein?–, pese a la inevitable fama de tonta de casi toda actriz bonita en esa época y pese al conocido sentido del humor –ya que, pese a su descortesía (que en este caso es el precio de la risa), la respuesta es graciosa– del segundo.

En la versión que mi amigo había escuchado, en cambio, los protagonistas eran la bailarina estadounidense Isadora Duncan y el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw.

Al poco rato de esta breve charla, encontré una columna publicada en la página 18 de la edición del lunes 7 de diciembre de 1923 del diario estadounidense The Boston Globe que narraba algo supuestamente escuchado por el periodista en medio de una conversación sobre eugenesia; Isadora Duncan, dirigiéndose al premio Nobel de Literatura 1921 Anatole France, dice la crónica, exclamó de pronto:

–Imagine a child with my beauty and your brains!

Y él, aterrado, prosigue el cronista, respondió:

–Yes, but... Imagine a child with my beauty and your brains!

Probablemente sea una de las versiones más antiguas. En cuanto a la remake que mi amigo había –como yo la mía con Gardner y Einstein– escuchado contar, sin citar fuentes, en alguna reunión, dado que, como es sabido, en 1925 Shaw viajó a Nueva York para dar una conferencia, sospeché que quizá la anécdota aparecida un par de años antes en The Boston Globe había vuelto a circular entonces, ya con Shaw en vez de France y con su conferencia neoyorquina como telón de fondo.

En efecto, unos minutos después encontré el supuesto diálogo en dos periódicos europeos de 1925, entre Shaw y una desconocida en el alemán Sächsisches Volksblatt, y entre Shaw e Isadora Duncan en el italiano Corriere della Sera.

Dicho sea de paso, estas jocosas publicaciones dieron pie a polémicas: como la nota del Corriere era un poco anterior, el escritor Max Hayek, que había firmado la otra, la publicada en el diario alemán, fue acusado de plagio. Y, por último, interrogado por el editor del Sächsisches Volksblatt, el propio Shaw escribió el 3 de marzo de 1926 una carta en la que aclaraba que a él ninguna hermosa bailarina le había propuesto matrimonio jamás –y en la que daba, de paso, una clara idea de lo que pensaba sobre la veracidad de la prensa:

«Ninguna hermosa bailarina me ha propuesto matrimonio jamás, ni por eugenesia ni por ningún otro motivo. El periodista italiano inventó la propuesta, tomó la ingeniosa réplica de herr Max y me eligió como héroe de su fábula porque los diarios siempre compran historias sobre mí. El 99 % de esas historias son falsas, y del 1 % restante la mitad son medias verdades y el resto son ciertas, pero están distorsionadas tendenciosamente». La carta puede leerse, en inglés, en la correspondencia de Shaw compilada por Dan Laurence, Bernard Shaw Collected Letters, página 16.

Sin embargo, en la página 419 de su libro Hear the Lion’s Roar, Sewell Stokes recoge una conversación en la que Shaw sí reconoce haber dado esa respuesta, aunque no a Duncan:

«“En realidad”, dijo Shaw, “no fue Isadora quien me hizo esa propuesta. La historia se ha contado conmigo y con distintas mujeres famosas, sobre todo con ella. Recibí esa extraña oferta de una actriz extranjera cuyo nombre usted no conoce y yo he olvidado. Eso sí, mi respuesta fue la que dicen”».

La popularidad de este relato entre mediados de la década de 1920 y mediados de la década de 1940 da cuenta de la fuerza de los antes mencionados estereotipos ligados al género en un momento en el cual los debates sobre la eugenesia eran sobremanera importantes en la comunidad científica.

El relato conservará cierta vitalidad durante las dos décadas siguientes, las de 1950 y 1960, renovado por la introducción, ya de Albert Einstein con diversas coprotagonistas, ya del dueto conyugal Marilyn Monroe / Arthur Miller en los papeles principales. En medio de los cambios culturales de la segunda mitad del siglo XX, empezará a oler a rancio, y, simultáneamente, a acusar el natural desgaste por exceso de uso.

Llegará así la hora de jubilar al viejo cuento, si bien, por más que actualmente nos puedan chocar los valores que expresa, hubiera merecido un tiro de gracia, y no la carnicería que sufrió el 22 de mayo de 1986 cuando, en una reunión en la Casa Blanca sobre reformas tributarias, el entonces presidente de Estados Unidos, y fallido actor, Ronald Reagan comentó:

«Debo admitir que por momentos he tenido dudas acerca de estas medidas. Anoche dije en un grupo que era como cuando Marilyn conoció a Albert Einstein. Y lo tomó del brazo y le dijo: “Casémonos”. Y Einstein la miró y le dijo: “Pero querida, ¿y si nuestros hijos tuvieran mi apariencia y tu cerebro?”».

Los presidentes de (puaj) estados nacionales pueden, y suelen, cometer nefastos errores, si es que no horribles delitos, con las reformas tributarias. Pero lo que hacen con los chistes no son delitos ni errores, sino crímenes.

Referencias

Dan H. Laurence (ed.): Bernard Shaw Collected Letters: 1926-1950, Nueva York, Viking, 1988.

Sewell Stokes: Hear the Lion’s Roar, Londres, Harold Shaylor, 1931.

crononauta700@gmail.com

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