Un profundo coro de millones de años: Kropotkin y la «ayuda mutua»

Dejó «artículos como cargas de dinamita en espera de su momento bajo los decorosos cimientos del orden victoriano», escribe Montserrat Álvarez sobre el teórico anarquista Piotr Kropotkin (Moscú, 9 de diciembre de 1842-Dmítrov, 8 de febrero de 1921), a quien, en la víspera de su centenario luctuoso, recordamos con este artículo.

Kropotkin en 1864.
Kropotkin en 1864.Archivo, ABC Color

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El 29 de abril de 1882, Le Révolté salió a las calles con la portada totalmente cubierta por el obituario del ilustre científico inglés Charles Darwin, que acababa de morir diez días atrás. El obituario llevaba la firma del príncipe Piotr Kropotkin.

Escrito especialmente para aquella revista anarquista editada en Ginebra y fundada gracias al apoyo material de Elisée Reclus, ese obituario expone por primera vez la relación de las ideas científicas de Kropotkin con sus ideas políticas. En él, el príncipe sostiene que –lejos de explicar, como querían las lecturas mayoritarias, la dominación de unas clases por otras–, la obra de Darwin permitía defender la posibilidad de una sociedad humana fundada en el sentido ético derivado de la cooperación, factor central de la supervivencia y evolución de las especies.

Meses después de publicar ese obituario, Kropotkin fue detenido en Lyon. Pasó cuatro años en la cárcel. En sus memorias, cuenta que en esos años recuperó la visión de la naturaleza adquirida en Siberia entre 1862 y 1867.

Siberia lo había marcado. Cimentó sus contribuciones a la geografía física, lo desengañó de la capacidad del estado para enfrentar los problemas reales de la población y sembró en su mente el germen de una lectura antimalthusiana del darwinismo.

Descendiente directo de los Rurik, señores de Rusia antes que los Romanov, el príncipe había nacido en 1842 en una familia dueña de mil doscientos siervos en tres provincias y había entrado al Cuerpo de Pajes de San Petersburgo, que abría el paso a los cargos más codiciados de la corte, a los 15 años de edad. Pero a los 20 se incorporó a un regimiento cosaco, y se fue a Siberia.

Los días de riqueza material del príncipe terminaron pronto gracias a su descontento con un orden que lo beneficiaba a expensas de otros: opositor al zarismo, fue encarcelado en 1874. Dos años después se fugó, cruzó Europa y llegó a Inglaterra, donde desde entonces se ganó modestamente la vida escribiendo artículos para varios medios de prensa. Y se convirtió en un brillante difusor de pensamiento rebelde de sólido nivel teórico.

En ese contexto publicó el obituario de Darwin y lo arrestaron en Lyon. Lo excarcelaron en 1886 cuando su salud, arruinada en la cárcel rusa, empeoró hasta arriesgar su vida, y volvió a Londres.

A Kropotkin, el aura romántica del príncipe que renuncia a sus privilegios le valió respetos inusuales para un anarquista: publicaba sus ideas con total libertad. Y no solo en la prensa anarquista, no: también en la mainstream, en revistas de prestigio en círculos intelectuales y en periódicos de gran tirada que le permitían llegar al público general, en vez de limitarse a sectores ya previamente afines a causas revolucionarias. En la importante publicación The Nineteenth Century, incluso fue editor de la sección científica. Al tener que escribir para pagar el alquiler, sus años de exilio inglés se volvieron su periodo intelectual más fecundo, y le permitieron dejar, antes de volver a Rusia, bellos y elocuentes artículos como cargas de dinamita en espera de su momento bajo los decorosos cimientos del orden victoriano.

Kropotkin había leído en su adolescencia el Origen de las especies y conservó la idea de los instintos sociales como fundamentos de la moral. Desplazó del centro del evolucionismo a Malthus y la competencia entre individuos de la misma especie, puso en su lugar la ayuda mutua como clave de la evolución, y relacionó la sociabilidad con el desarrollo cognitivo. Su gran obra en este campo es el libro de 1902 Mutual Aid, La ayuda mutua, que reúne sus artículos publicados en The Nineteenth Century en réplica a otro, aparecido en la misma revista en 1888, de Thomas Huxley, el «Bulldog de Darwin» (y abuelo del gran Aldous, de Julian, el evolucionista, y de Andrew, el Nobel de Fisiología –y profe de biología de H. G. Wells cuando este era un becario pobre del Royal College of Science que aún no escribía novelas de ciencia ficción). Mutual Aid es la primera obra rigurosa sobre el papel de la cooperación en la evolución humana: un libro, ha escrito el antropólogo británico Ashley Montagu en su Darwin: Competition and Cooperation, «destinado a renacer».

Existe la creencia de que el anarquismo de Kropotkin «contaminó» sus ideas científicas con «sesgos ideológicos». Como si ciencia e ideología fueran antitéticas, al modo de realidad y ficción, verdad y mentira, razón e irracionalidad, etcétera. En nuestra cultura, la mayoría se guía por estos pares de opuestos con una fe ciega que delata el carácter ideológico de tales esquemas binarios. Bien ha escrito Eagleton en su Ideology (1991) que «la apelación a una naturaleza, una ciencia, una razón neutrales, como opuestas a la religión, la tradición y la autoridad política, enmascara los intereses del poder a los que tan nobles nociones sirven en secreto». Para saber esto basta leer a Nietzsche: no importa si la ciencia es verdadera, sino por qué se cree que lo es. O a Wittgenstein: la coherencia de la aritmética es una coherencia política que funda la fe compartida en un «discurso de verdad». Me río de los cientificistas y de los autodenominados –¡pobre Pirrón!– «escépticos», hoy cortejados por lo más necio y reaccionario del progresismo en Paraguay –y no solo en Paraguay–.

A Kropotkin nunca se le olvida del todo y nunca se le toma del todo en serio, y lo segundo es especialmente notorio cuando sus ideas científicas se presentan como mecánicos reflejos de sus ideas políticas. Aunque el propio Darwin situó los instintos sociales en la génesis de la moral, los planteamientos de Kropotkin terminaron pareciendo periféricos, tal como su anarquismo terminó asociado a esas buenas intenciones con las cuales, según el proverbio, el camino del infierno está empedrado. En esta doble ilusión retrospectiva, sus tesis biológicas y sus proyectos políticos aparecen como proyecciones inconscientes de su propia bonhomía.

Kropotkin partió al exilio furioso con el mundo del que era príncipe y volvió con la ilusión de ser uno más entre sus semejantes. Yo soy anarquista por dignidad, había dicho en Lyon durante el juicio de 1882. Soy anarquista porque si no lo fuese me ofendería a mí mismo. El gobierno de Kerenski le ofreció un cargo de ministro, que rechazó, como en su juventud había declinado el honor de ser presidente de la Sociedad Geográfica. Kropotkin huía del poder y la desigualdad, del sufrimiento que causan. En el juicio de Lyon había recordado: «en la choza de mi nodriza aprendí a amar a los oprimidos y juré no estar jamás del lado de los opresores».

Kropotkin no podía integrarse a una sociedad fundada en la desigualdad. Contra eso luchó su vida entera, primero en la Rusia zarista, después en la bolchevique. Lejos de ver la moral como un tardío producto civilizado, en ella escuchó los misterios del pasado biológico, un profundo coro de millones de años. Es absurdo guiar a las comunidades desde un poder central. Caído el régimen opresor de los Romanov, ¿acaso usaremos la tesis del «más apto» para justificar nuevas jerarquías? ¿Acaso hemos derrocado a un zar para poner en su lugar a un Lenin?

Kropotkin había dejado Rusia joven y volvió anciano, luego de cuatro décadas. Volvió feliz por la revolución, y volvió de incógnito, pero alguien debió haber corrido la voz, porque lo recibieron multitudes. Cuando su tren llegó a Petrogrado a las dos de la mañana, había en la estación setenta mil personas esperándolo para darle la bienvenida. Rusia nunca olvidó a su príncipe anarquista. Que, de vuelta en casa, repudiaba el gobierno autoritario, la asamblea disuelta, los métodos siniestros de la Checa. Que, bajo Lenin, tuvo que retirarse al pueblo de Dmitrov, a la casa de madera en la que murió cuando se apagaban las campanadas de las tres de la mañana del 8 de febrero de 1921.

El culto a la personalidad de líderes autoritarios y la instrumentalización de ídolos masivos son –el velorio de Maradona organizado por el gobierno argentino en la Casa Rosada es un ejemplo reciente– viejas tretas del poder. El gobierno bolchevique quiso utilizar la muerte de alguien tan querido celebrando exequias nacionales, pero Sofía –su compañera y viuda– y sus amigos se negaron: sabían que para Kropotkin eso hubiera sido una injuria.

Entre 1880 y 1920, las ideas de Kropotkin ganaron simpatizantes en el mundo; en Estados Unidos, fueron especialmente valoradas por los Wobblies. Pero durante la posguerra, sobre todo en las décadas de 1950 y 1960, cuando el este comunista y el oeste capitalista oponían sus versiones del «progreso», los modelos estatales centralizados terminaron por parecer los únicos factibles.

Esos modelos perdieron algo de crédito con la crisis económica desde la década de 1970 y, desde la década de 1960, con una exaltación de la individualidad que alentó cierto espíritu libertario que cruza mucho de lo mejor de nuestra época, de sus expresiones espontáneas de desobediencia civil, de sus protestas contra el poder corporativo y las evasiones fiscales del 1%, de los estallidos en Chile, Perú, Bolivia en estos años de pandemia y prepandemia… Los retos que tendríamos que enfrentar para sostener esta voluntad de autodeterminación ya los enfrentaba el anarquismo de pensadores como Kropotkin. ¿Cómo construir algo que se sostenga en el tiempo sin instituciones centralizadas, sin excesiva delegación de autoridad, sin burocracia kafkiana? ¿Cómo podrían comunidades fundadas en una democracia directa local y una igualdad real enfrentar las concentraciones de poder de los estados nacionales y los mercados internacionales? Los fracasos económicos y sociales tanto del mal llamado «socialismo real» –«capitalismo de estado» lo nombró un certero Kropotkin en 1899– como del capitalismo global, la alarmante incapacidad de estos sistemas, tan alejados del control de los individuos reales, para lidiar con sus propias dinámicas destructivas, no impiden a la progresía actual denostar todo «individualismo» con solo emitir el término, vuelto insulto, ni impulsan en la rancia izquierda partidaria una autocrítica de sus tendencias autoritarias y jerárquicas.

Decíamos que las ideas de Kropotkin suelen parecer ingenuas por ilusión retrospectiva. En realidad, la ilusión empezó pronto: en 1903, una reseña de Mutual Aid en Nature nos dice, piropo oblicuo, que Kropotkin atribuye «a los animales inferiores benevolencia similar a la suya». Desde una perspectiva histórica capaz de situar los debates científicos en el universo que integran y descifrar las fuerzas sociales en pugna con las que se imbrican, lo ingenuo es creer en una ciencia «limpia» de «ideología». La persistencia de los instintos agresivos que, como muchos científicos, sostuvo Huxley, limitaría drásticamente todo proyecto de cambio social. Hoy, mientras el capital corporativo decide quién vive y quién muere y los aparatos policiales de los estados sofocan revueltas y la izquierda autoritaria reprime cuanto no sea consensuado y el progresismo cursi rechaza cuanto no sea «colectivo», confirmo que ni las ideas políticas de Kropotkin ni sus ideas científicas, y por la misma razón, se han integrado nunca, ni del modo más tibio, al consenso hegemónico. Pero este hecho, lejos de desmentir lo ilusorio de la ingenuidad que se les atribuye, revela la perversidad secreta de esa ilusión.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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